­Caían láminas de agua ferruginosa, encriptada en suaves embestidas de tinta negra, entre los granizos, con un avalancha de ruidos elementales que impedía escuchar a los compañeros. Cuentan las crónicas que las olas eran tan altas y tan imprevisibles en su violencia que ni siquiera permitían conocer lo que estaba sucediendo alrededor. Fornidos, experimentados hombres de la mar, los hijos del Rey Sol, sin posibilidad alguna de sentir las arterias comunes del resto de la flota, en un tiempo todavía desprovisto del chismorreo de la radio y la cultura espacial de los satélites.

A cientos de kilómetros de la corte y de Versalles, a Luis XIV, en ese momento, se le empezaban a empañar sus planes de dominación. Frente a la costa de Ceuta, en el isleo de Santa Catalina, sus tropas habían sufrido un revés que acabaría por raer los planes de avance de la monarquía francesa e, incluso, por poner fin a una de las épocas prenapoleónicas más infladas y orgullosas. Y, además, a manos de un enemigo sin más bandera que la espuma, el error de navegación y los rugidos de la naturaleza. La imagen del capitán De Chaurenaute huyendo de la tempestad en una chalupa fue, sin saberlo, el epílogo bochornoso de un periodo de hegemonía sobre la mar y el hecho que desniveló la batalla de La Hogue, en la que los ingleses, con más efectivos, infligieron a la artillería du soleil una sonrojante derrota.

Entre las naves encalladas en Ceuta y este último combate hay un nexo que todavía sigue vivo frente a la ensenada de la ciudad autónoma; la inmensa tumba de guerra en la que reposan los restos de dos fragatas, L´Assuré y Le Sage, junto a los cadáveres, más que presumiblemente, de 317 personas. Ambas embarcaciones, recamadas con todo tipo de símbolos y florituras, han constituido durante décadas una obsesión para los investigadores y para las autoridades locales, que en 2007, y a través del arqueólogo Fernando Villada, contrataron a la empresa Nerea para elaborar la carta arqueológica. Javier Noriega, portavoz de la firma malagueña, fue uno de los que se sumergió, con los especialistas de CentoSub, en las corrientes del Estrecho en busca de yacimientos submarinos. Y confirma la existencia, hundida en el limo, del cementerio francés, uno de los más representativos de la arquitectura náutica de la época.

Los dos navíos enterrados en Ceuta pertenecían a una flota de 17 barcos movilizada por Luis XIV en su guerra de culto y de poder con Inglaterra, que poco tiempo antes había depuesto al católico Jacobo II en favor de los intereses del protestantismo. El convoy, dirigido por el conde Víctor María D´Estrées, había zarpado en el puerto de Toulon con la misión de reunirse en Brest con el resto de la expedición y poner rumbo a tierras inglesas, donde pretendían asestar un golpe casi definitivo. La marcha, hasta la llegada a aguas españolas, estaba resultando triunfal. Las fragatas francesas navegaban infatuadas, permitiéndose el lujo de reducir a algunas naves inglesas durante el camino.

La noche del 18 de abril de 1692, sin embargo, una tormenta de lluvia y granizo sorprendió a las tropas. Dos de los barcos, L´Assuré y Le Sage, perdieron la posición y el contacto con el grupo. Columnas amorfas de piedras, procedentes del fondo de las aguas, rasgaron salvajemente el cuerpo de las fragatas, que se vieron envueltas en auténticos torbellinos de agua. L´Assuré corrió peor suerte. Toda su tripulación pereció en el naufragio. Los 480 tripulantes de La Sage lograron alcanzar la orilla, donde fueron apresados por las autoridades españolas, quienes atendiendo a una petición de clemencia, acabaron enviando a los supervivientes a Cataluña para canjearlos por reos nacionales. El conde D´Estrées, en el intento de burlar la tormenta, ordenó recular hasta Málaga. En la provincia, el resto de la flota se atascó a batallas tan victoriosas como estériles, en ocasiones ocultando su bandera y sorprendiendo a navíos británicos. En Francia, Luis XIV, impetuoso y seguro de su fuerza, decidió dejar de esperar y salir con la artillería de Tourville a cargar contra los británicos. Con parte de su munición en Málaga, los franceses se enfrentaron a un enemigo que le superaba en más de una decena de embarcaciones. Y no hubo milagro. Ni conversiones ni deslealtades. El Rey Sol se quedó a la sombra en Santa Catalina.