A lo largo de los años que ejercí la crítica cinematográfica en Málaga viví curiosas historias que hoy me permito rebobinar para recreo de mis lectores. Las miles de películas vistas preferentemente entre los años 1945 y 1985, acudiendo a todos los cines establecidos en Málaga, me proporcionaron curiosas anécdotas que cuento esta semana.

Un principio que mantuve durante toda mi carrera de comentarista fue el de no contar el final de cada película ni siquiera sugerirlo. Al comentar una película, su argumento, su intriga, determinadas escenas, había que huir de cualquier pista que revelara el final.

Recuerdo que el periódico ABC de Madrid confió la crítica cinematográfica a Miguel Pérez Ferrero, un excelente escritor no familiarizado con el cine ni su técnica. Firmaba las críticas con un seudónimo muy cinematográfico: Donald.

Una de sus meteduras de pata, hablando mal y pronto, fue cuando comentó la película «La mujer del cuadro», dirigida por Fritz Lang (1944) e interpretada por Joan Bennet y Edward G. Robinson. Al ser estrenada en Madrid y comentada en ABC, los miles de espectadores potenciales de toda España se vieron defraudados por el desliz cometido por Donald. Tras elogiar la realización, el tema, la intriga, el misterio, la interpretación de los actores€, dejó escapar el final. Decía que todo era un sueño. Que al protagonista no le sucedía nada porque simplemente lo había soñado.

Reventó la película porque el verdadero interés de «La mujer del cuadro» se centraba en la escena final, cuando Edward G. Robinson despierta de una auténtica pesadilla. Todo había sido un sueño. En otra ocasión, Donald, comentando una película, escribió, al referirse a la intervención de determinado artista, que iba mejorando su trabajo a medida que avanzaba la película. En las escenas finales, venía a decir, el actor había ido entrado en calor€, ignorando que en el cine no existe esa progresión porque el rodaje no se hace por orden sino que entre secuencia y secuencia pasan días, que no hay continuidad, que se filma según un plan de rodaje que nada tiene que ver con el desarrollo de la historia. Uno de los pocos directores españoles que rueda por orden es Pedro Almodóvar, pero no es una tónica habitual por la complejidad de los escenarios.

Rojo atardecer

Algo parecido, pero en menor escala, sucedió con el estreno en el cine Albéniz de Málaga de la película «Rojo atardecer» (1958), interpretada por un actor muy festejado durante muchos años. Me refiero a Yul Brynner, que lucía una espléndida calva. No tenía ni un pelo. Formaba parte de su personalidad. Hizo muchas películas importantes y su falta de cabello no fue obstáculo para ser uno de los preferidos por el público, especialmente el femenino.

Se estrenó, repito, fue en el cine Albéniz. La primera sesión empezó a las cinco de la tarde y finalizó a las siete. Para la segunda sesión se habían dado cita muchas personas que hacían cola para acceder al local. Uno de los que habían asistido a la sesión inaugural, al ser preguntado por un amigo que estaba en la cola para entrar qué tal era la película, respondió: «No está mal. Pero al final muere el pelón». El pelón era el protagonista, Yul Brynner. La gente de la cola por poco lincha al autor de la frase, que reventó el final.

Más cultura

Esto sucedió en el cine Goya en mayo de 1958 durante la proyección de la película «María Antonieta», con el triste final de la reina en la guillotina. El papel estelar corrió a cargo de una de las actrices francesas más destacadas de los años cincuenta y sesenta: Michelle Morgan.

Yo me encontraba un par de filas detrás de una pareja de señoras que haciendo caso omiso a las más elementales normas de asistencia a un espectáculo hablaba sin parar comentando las escenas de la película.

Cuando se acercaba el final y María Antonieta era trasladada en un carro hacia la guillotina que acabaría con su existencia, una de las dos señoras parlanchinas empezó a decir «¡ay, que no la maten!, ¡que se salve!, ¡pobrecilla, que no le corten la cabeza!»€, y un espectador cercano, harto de tanto parloteo, exclamó «¡Señoras, menos sentimientos y más cultura!».

El hijo pródigo

Una espectacular película de los años cincuenta fue «El hijo pródigo», basada en el relato bíblico que cuenta la historia del mal hijo que tras derrochar su fortuna y pasar hambre retorna a la casa paterna, donde es recibido con alegría menos por su hermano que se queja por la desmesurada bienvenida. Eran protagonistas de la película, entre otros, Lana Turner y Louis Calhern. Fue la Metro la encargada de producirla en una etapa -los años 1954, 1955€- en la que las grandes productores de Hollywood competían en la realización de las llamadas películas «de romanos», una moda, que como todas las modas, que pasó después de exprimir el limón hasta la última gota.

La empresa del cine Albéniz, que se había hecho con el estreno, desplegó una gran publicidad para atraer a los malagueños que compensaran el alto coste del alquiler. Entre los medios favorecidos para la publicidad figuraba Radio Nacional, que entonces, para poder dar publicidad, respondía al enunciado de Radio Peninsular. En las «guías comerciales» del día del estreno (ahora se utilizan otros términos, como «consejos publicitarios») se incluyó el anuncio, leído, como era costumbre, por un locutor, en este caso concreto, una locutora. En cinco o seis guías comerciales, la locutora, con el tono habitual de las profesionales de la época (buena dicción, lectura pausada€) en lugar de anunciar el estreno de la gran película «El hijo pródigo» dijo una y otra vez «El hijo prodigio», hasta que el empresario del cine citado llamó por teléfono para que sustituyeran el prodigio por el pródigo. Nadie se había dado cuenta del error hasta que el propio empresario oyó el anuncio.

Cortometrajes

Cuando las películas normales tenían una duración 90 minutos, los cines, para cubrir los 120 minutos de cada sesión, recurrían aparte del obligatorio noticiario No-Do («El mundo al alcance de todos los españoles») y a otros cortometrajes. Los dibujos animados de la factoría Walt Disney y de la Warner Bross eran los más utilizados. Mickey Mouse, el Pato Donald, el Gato Félix, la Pantera Rosa, Mister Magoo, Popeye, Tom y Jerry, Bugs Bunny (El conejo de la suerte)€ eran los preferidos. Rara vez en la programación se recurría a películas documentales o reportajes.

Concretamente en 1951, un director novel que respondía al nombre de Javier Aguirre, irrumpió en el panorama cinematográfico español con varios cortometrajes muy bien recibidos en certámenes y concursos. Yo me hice eco de estas películas en una sección diaria dedicada al cine que tenía en «La Tarde», de Málaga, periódico ya desaparecido. Los cortos más aplaudidos fueron «Pasajes tres», «Tiempo dos», «Espacio dos», películas rodadas en 1960 y 1961.

Cual no sería mi sorpresa cuando un mes después, en el cine Albéniz, se anunciaron estas películas como complementos de las sesiones de las cintas de largometraje. Fue el propio empresario, don Braulio Murciano Salto, el que, tras leer mi breve comentario, decidió complacerme con su programación. Me lo comunicó personalmente al verme llegar al Albéniz. Era un asiduo lector de mis comentarios cinematográficos y, por supuesto, oía mis críticas cinematográficas que leía en el informativo de las nueve de la noche. Nunca se quejó por mal que tratara una película estrenada en su cine. No puedo decir lo mismo de otros empresarios.

Javier Aguirre, que empezó su carrera haciendo cine experimental, incluso el ciclo titulado Anti-Cine, acabó su carrera dirigiendo cintas comerciales, como «Los chicos con las chicas», «Una vez al año ser hippy no hace daño», «Pierna creciente falda menguante», «Vida íntima de un seductor cínico», «Ligeramente viudas», «Esposa de día, amante de noche»€ y así ganó dinero, lo que no había conseguido con el cine experimental y el Anti-Cine .