­Culebreaban en el oleaje, el traje de buzo de apariencia casera, la piel atezada y cetrina, la mirada sedienta y a saltos del cazador en el agua. Uno de ellos, Ernesto Valero, llevaba un arpón en la mano. Y se había zambullido cerca del islote persiguiendo a lo que parecía ser un mero. De pronto, en la carrera, el pez saltó hacia una superficie maciza y al mismo tiempo líquida, un cilindro colosal embozado en piel de bosque que su imaginación no tardó en asociar a lo que realmente era: un cañón, seguramente desprendido de un barco hundido, quizá del mismo del que hablaban sobre tierra, y con alusiones a Francia, algunos eruditos.

El descubrimiento de Ernesto Valero y Agustín Pinzones, dos pescadores deportivos que en 1962 avistaron la primera pieza de las fragatas recuperada desde el siglo XVII, reanudó el interés por el naufragio en la comunidad científica y en la ciudad autónoma. Un estudioso de renombre, Juan Bravo, comenzó a trabajar infatigablemente en la organización de una expedición, la de 1970, que logró sacar a flote catorce piezas procedentes de L´Assuré y de Le Sage. Muchas de ellas se exhiben en dependencias municipales de Ceuta, dando cuenta de la magnificencia de las construcciones. Javier Noriega, portavoz de Nerea, la empresa que elaboró la carta arqueológica de la zona, considera el naufragio, producido en 1692, como paradigma de los hundimientos que, analizados convenientemente, sirven por sí mismos para sintetizar toda una época. En la majestuosidad de los barcos franceses, en su esmero ornamental y su disposición iconográfica, está comprendido todo el apogeo de Luis XIV, su exuberancia y grandilocuencia, que llega a conectar con los prodigios matemáticos de los jardines de Versalles.

En las inquietas aguas de Ceuta, cerca de la lengua de Santa Catalina, queda todavía mucho por estudiar. La espesura del mar contiene la estructura de ambos barcos, además de los cuerpos, abandonados sin sepultura, de más de trescientos franceses. Toda una villa sumergida, con sus utensilios, sus enseres personales, su compleja maquinaria. Nada más que L´Assuré estaba provisto de sesenta cañones. Todos, silenciados antes de tiempo en una revuelta, la de la naturaleza, para la que no servía de nada la pólvora ni la vehemencia latente de las balas.