Ejerció de gran dama de Marbella, con una singularidad que, en su caso, no venía timbrada por el envaramiento del mentón y la espesura del árbol genealógico. Apenas cien años antes, los que ahora pugnaban por sentarse a su lado, jamás la hubieran invitado a una sola fiesta, ni siquiera por esa inclinación hacia el arte y el exotismo que siempre ha sido el salvoconducto para obtener la bula y el trato de las grandes familias europeas. Encajada entre la banalidad de las Gunnillas y el folclore íntimo de la aristocracia, Shirley Bassey aparecía como un jaguar apacible en las veladas de la Costa del Sol; algunas veces del brazo de la princesa de Irán, otras, llameante entre la multitud, sin que los más apresurados, acaso confundidos por la costumbre, acertaran a ver tras su figura lo que realmente era: un torrente de voz que, de vez en cuando, estallaba entre copa y copa para trepar por escalas líricas o deslizarse entre las ondulaciones del jazz, con un estatus, ella sí, y para desesperación de tanta baronesa de saldo, que le flanqueaba las puertas de reinas en activo como la de Inglaterra.

Nunca antes se había visto a nadie mover con tanta gracia el índice en el escenario. Bajo la palidez dorada de los focos, mientras se endulzaban las trompetas, Shirley Bassey era una presencia sobrehumana, enérgica y al mismo tiempo provista esa indolencia femenina de flequillo descuidado que tan bien había sabido dibujar la moda de los sesenta. Sus éxitos para la saga de James Bond, Goldfinger, Diamonds are forever, Moonraker, la habían convertido en una referencia universal, con un porte majestuoso de diva, a la altura, para muchos críticos, de Barbara Streisand.

En sus veranos en la Costa del Sol, que comenzaron a hacerse ineluctables a mediados de los ochenta, la cantante ya sabía lo que era exprimir lo mejor de una carrera, pero también conocía su rostro más amargo, que comparaba sistemáticamente con una piscina de aguas podridas rodeada de hienas. Para la artista, y nunca se molestó en ocultarlo, las estancias en Marbella, entibiadas con continuas recepciones y fiestas, suponían una especie de balón de oxígeno situado en mitad de un trepidar inagotable de exigencias. En una entrevista concedida en la época, Shirley, comedida y blanca en su discurso, confesaba su hartazgo del mundo del espectáculo y acentuaba el contraste con la vida en la provincia, que la ayudaba sistemáticamente a recobrar el aliento y volver al calendario de los discos y las giras. Y más después del duro golpe de la desaparición de su hija, a la que encontraron muerta y colgando de una cuerda en un puente de Bristol.

Fue en 1985, después de asistir a uno de los opulentos cumpleaños de Khassoghi, cuando la artista decidió comprarse una mansión en Marbella. Y, además, con el propósito exactamente contrario al de muchas celebridades sedientas de paraíso; Shirley Bassey no quería ocultarse ni amasar su propia isla. Y se paseaba de un lado a otro con un grupo variopinto de amigos, en el que no faltaba, nunca faltó en estas lides, ni Jaime de Aragón ni su monóculo de tendencia puntiaguda.

Durante algo más de un lustro, el nombre de la cantante desfiló por las páginas de sociedad de Marbella, en ocasiones acompañado de ampulosas descripciones de vestidos, en otras, con sibilinas alusiones a sus posibles romances de verano. Hubo un tiempo, cuando las luces retrocedían en toda la costa, que de las discotecas más exclusivas se oía el hilo del sonido de la risa de Shirley Bassey tocando el piano o, incluso, probando con el flamenco en un castellano forzosamente desnutrido. La artista había entrado de lleno y a voluntad en los juegos florales de sociedad de la Costa del Sol, con amistades como Olivia Valere, en cuya discoteca llegaría a trabajar el hijo de la cantante como relaciones públicas. Aunque más tarde optara por trasladarse a Mónaco, su actual residencia, la artista británica puso una pica permanente en la provincia. La prueba está en su nieta, Tatjana Novak, estrella emergente de los programas musicales anglosajones, que ha crecido con un pie en Marbella pese a no haber tenido apenas contacto con Shirley Bassey. La mujer que le cantó a John Fitzgerald Kennedy también actuó frente a los Martínez de Irujo. Los retablos de la costa, siempre extraños e imposibles.

Laureada leyenda viva

Hija de un pescador de origen nigeriano y de una mujer de Yorkshire, Shirley Bassey se convirtió en un auténtico fenómeno a raíz de su intervención en las bandas sonoras de las películas de James Bond. Admirada por Kennedy y por la casa real británica, la cantante ha sido condecorada por el gobierno de su país y por Francia. Sus actuaciones en el Carniege Hall también hicieron de ella una artista de culto en Estados Unidos. Hasta finales de los noventa, la jet-set de Marbella seguía preguntándose cada verano con puntualidad si volvería a su casa la diva.