Cinco siglos más tarde, en la noche aligerada de la alta tecnología, la lucha habría sido cuestión de espigados cálculos matemáticos y enredos de ordenadores. Aunque todavía con olor a madera y a pólvora, la batalla de Lepanto también se dirimió con un pulso científico, el que imprimieron los astilleros e ingenieros navales de cada una de las facciones enfrentadas. La guerra de los dioses fue también en este sentido una guerra de inteligencia náutica y balística, hasta el punto que, ésta, sin menoscabar a los elementos, climáticos y divinos, resultó el punto de diferencia que marcó el decurso del conflicto.

En las aguas de Lepanto, además de dos visiones del mundo monoteístas, porfiaban dos escuelas navales y armamentísticas, cada una temerosa de los métodos, parcialmente desconocidos, de los que se hacía valer el enemigo. Los españoles, admite Javier Noriega, de Nerea, no se fiaban del uso de las flechas envenenadas del que hacían gala y arte los turcos. A los otomanos, por su parte, tampoco les debía hacer mucha gracia la habilidad de la Liga Santa con los arcabuces, que tenían más movilidad y resultaban, al menos en apariencia, más dañinos. Pero sí hay algo que acabó por ser determinante no fueron las armas que se apoyan en el hombro, sino construcciones más macizas. Y en, concreto, una, la galeaza, un tipo de embarcación que se había inventado en Venecia y que destacaba por su elevado poder destructivo. En cualquier caso, Juan de Austria, máximo responsable del operativo en el bando católico, no dejó ningún cabo suelto para la lucha. Antes de partir, había dispuesto, incluso, la retirada de los espolones de los barcos, que fueron erradicados para dejar a los cañones más campo de tiro. Además, emboscó a una patrulla de hombres con picas en las galeras. El noble arte de la guerra. Con todo su ajedrez cínico. Decantado, en gran medida, por los estrategas y los científicos.