­La visión contemporánea, adulterada a menudo por el cine y sus pillerías de barraca, invita a pensar en una batalla ineludiblemente sangrienta, pero también higiénica en las formas, sin más contacto directo con el enemigo, con sus olores, sus caras y sus manos, que la especulación en la distancia y la caída alborotada de los torpedos. Para muchos estudiosos, Lepanto fue esencialmente una cuestión de santidad y de estrategia, una ranura capital en la historia que se disemina por los mapas y por las lecturas políticas y que apenas se detiene en lo otro, lo brutalmente visual, que fue los que todos sus protagonistas, incluidos Cervantes y Juan de Austria, tuvieron enfrente aquel día de octubre de 1571: una jauría de cuerpos humeantes, más parecida a una emboscada masiva en tierra que a un enfrentamiento marítimo, con espadas y cabezas rodando sobre cubierta.

Javier Noriega, de la empresa de arqueología Nerea, recuerda que, aunque la lucha se destapó como una carrera tecnológica, con barcos tensados con diferentes modelos de artillería y de modelaje, hubo un desenlace en el que el mar quedó relegado a un segundo plano, reducido a una especie de contenedor azul de los cadáveres que caían por la borda. Los dos nombres propios de la batalla, Juan de Austria y Alí Pasha, se batían con sus naves en el centro de una contienda con decenas de focos abiertos y un abordaje que derivó en una guerra a rostro descubierto. Para imaginar la escena harían falta miles de extras de Hollywood, cañones, picas, puñales. Las tropas otomanas trepando por la escalera para pillar por sorpresa a la galeaza cristiana; los españoles, ebrios por la victoria, cortando las manos de los enemigos que pedían misericordia; para unos y para otros controlar la nave central era mucho más que un símbolo; daba igual que, a pocos metros, los súbditos del sultán estuvieran sometiendo al ejército del Ducado de Saboya. Quien domeñaba al barco cardinal tenía buena parte de la victoria en sus manos. Y esos no eran otros que La Sultana, por parte de los turcos, y el que pilotaba Juan de Austria, que portaba el único estandarte que lucía una bandera que no representaba a un territorio, sino al conjunto de la Liga Santa, formada, además de por España y el ducado, por las repúblicas de Venecia, de Génova, la Orden de Malta y los Estados Pontificios.

La mayoría de los investigadores coinciden en reconocer en Lepanto la huella del primer choque de relieve entre civilizaciones. Las potencias católicas, urgidas por Pío V, habían decidido responder conjuntamente y en una gran unión al desafío de la expansión otomana, que empezaba a preocupar al Vaticano y a las casas coaligadas. Felipe II, al principio renuente, terminó por aceptar la participación en la campaña: en gran parte, obligado por el peso que tenía España entre la cristiandad, pero también porque la presión de los turcos en el Mediterráneo se sumaba a una lista de perturbaciones que incluía el control de Las Indias y el recelo hacia el resto de ejércitos dominantes.

Para los otomanos tampoco tenía cabida la tibieza. El sultán Selim II había dado la orden de perseguir a los católicos y aniquilarlos. Y, además, a las bravas, sin recurrir al caparazón de los castillos ni al boscaje de la geografía patria. Católicos y árabes se enfrentaron a tumba abierta. Más de seiscientas naves, doscientos mil hombres. Y dos dioses enunciados a cada paso, con sacerdotes y religiosos enrolados en las tripulaciones. Juan de Austria, el bastardo paradójicamente reconocido de Carlos I, sabía lo importante que era el elemento espiritual. Días antes de zarpar al encuentro de los turcos había pronunciado una arenga en la que animaba a las tropas a tener presente en todo momento el aliento de la divinidad. El inicio de la batalla ofreció a los españoles la excusa perfecta para seguir alimentando la jerga religiosa; un inesperado cambio de vientos otorgó ventaja a la Liga Santa, que más que al azar y a las oraciones debió buena parte de la victoria a la eficacia de su ingeniería militar. La destrucción fue escalofriante. Especialmente, entre los bandos otomano, que perdieron más de 25.000 hombres y 190 naves. A Pío V le salió bien la jugada. El fresco de sangre caliente quedaría en la madera y en el agua.