Rafael contempla con ojo quirúrgico a su paciente que languidece delante de él. Extendido en una mesa, que conforma el corazón de su centro de operaciones, las huellas del tiempo ya apenas se pueden camuflar. Rafael conoce al dedillo el procedimiento a seguir. Hace ya más de dos décadas que aprendió el oficio de su padre. Si los aqueos tuvieron bajas tomando Troya, cabría pensar que la esquizofrénica digitalización del mundo, con sus tabletas y sus dispositivos móviles, herramientas cada vez más sofisticadas, han supuesto un ataque frontal a un oficio, el del encuadernador artístico, que tiene en el libro su razón de ser. Pocas cosas representan tan fielmente el terror para un gremio, del que ya apenas queda un puñado de representantes en toda España, que una sociedad que ha dejado de lado el sano hábito de la lectura. «Mientras que existan libros, existirá este oficio», se resiste Rafael. A pesar de todo.

Sus manos proceden, ahora, con exquisita maestría, a aquietar las heridas del alma de su paciente. Para Rafael los libros tienen vida, aunque no griten por las heridas infligidas. «Si no amas los libros, no puedes ejercer este oficio», explica uno de los encuadernadores más reconocidos del país. En un espacio que transmite paciencia y meticulosidad, la luz del sol penetra por las ventanas e ilumina un taller lleno de pieles, prensas, tijeras y florones. Herramientas, todas ellas, necesarias para hacer de un simple libro una obra de arte, capaz de lucir en una estantería como lo hace un cuadro radiante. Rafael es la cabeza visible de Cómitre. Una empresa familiar que está completada por sus dos hermanas, Ana Rosa y Elena. Ubicados en la calle Rafaela, en Cómitre llevan varias décadas dedicados de lleno al libro y a todo lo que le rodea. Desde la restauración, la encuadernación, pasando por la impresión digital. «La crisis nos ha obligado a diversificar el negocio», cuenta Ana Rosa. Ella es la más joven de los tres hermanos Desde el carrito, chupete en boca, contemplaba a su padre, dar puntadas con hilo fino para ensamblar infinitas páginas. De día y de noche, sin entender de festivos, esta empresa malagueña ha conseguido que sus obras luzcan en algunas de las vitrinas que sirven a los más exigentes amantes de la lectura para depositar sus colecciones. Un negocio que vive, fundamentalmente, de los blasones que ha ido imprimiendo en los lomos de unos libros que han llevado a Cómitre hasta alcanzar una fama que trasciende las fronteras nacionales. «Por aquí han pasado clientes de varios países de Europa», relata no sin cierto orgullo Rafael. Prueba de ello, los muchos diccionarios que se apilan en una estantería. Cada uno para un idioma diferente. Si este oficio exige una buena vista, no es menos con una ortografía impoluta. Para evitar errores, ningún trabajo sale del taller sin haber pasado el control de los tres hermanos Cómitre. Sin rotulación alguna, la sede empresarial pasa totalmente desapercibida. A simple vista, no deja de ser otro bloque más entre los muchos que se elevan por toda la zona.

Libros de Cuentos. Ese es el título de uno de los encargos más complicados que recuerda Rafael. El autor, José Antonio del Cañizo, exdirector del Patronato Botánico de Málaga, quiso que Cómitre encuadernara las vastas páginas de su obra. Unas páginas que, una vez montadas, llegaron a pesar más de 30 kilos. «Recuerdo que en la presentación el atril no fue capaz de soportar el peso y se partió», explica Rafael, que cuenta con una clientela tan dispersa como ilustre. Desde un premio nobel como Mario Vargas Llosa, hasta una ama de casa que acaba de finalizar una novela y ahora quiere regalarla entre sus familiares o tratar de colocarla entre sus vecinos. Sobre todo, escritores noveles que no cuentan con el respaldo de una editorial o no se pueden permitir el coste de las grandes tiradas encuentran aquí una solución para que sus libros salgan a la luz. También, los libros de firmas de instituciones como el Ayuntamiento o la Diputación Provincial llevan el sello de Cómitre. Las obras de Rafael han llegado, incluso, hasta el mismo Palacio de La Zarzuela. «El Consorcio de Bomberos quiso regalarle un casco al rey Juan Carlos con motivo de una de sus visitas a Málaga. Recuerdo que fue un casco de oro y a mí me pidieron que le hiciera una funda de cuero», ilustra Rafael sobre la funda que encajó, finalmente, como un guante de seda.

El origen de Cómitre hay que buscarlo en los años sesenta. Una historia que empezó, como tantas otras, por una fatalidad. «Mi padre era, y lo sigue siendo, un apasionado de los libros. Siempre que podía, intentaba aumentar su colección. Un día, llevó uno de sus libros para que se lo encuadernaran. Quedó tan descontento con el resultado, que se propuso, a partir de entonces, encuadernar los libros por su propio cuenta. Empezó a investigar y conoció a José Serón», se remonta Rafael a un tiempo en el que el libro electrónico era un simple retrato de ciencia ficción como Perry Rhodan. Con Serón como maestro de maestros, se inició una cadena habitual en el mundo artesanal. El conocimiento pasó, esta vez, de padre a hijo. Después de completar sus estudios en Artes Gráficas, Rafael se inmiscuyó de lleno en el negocio familiar. Sin que exista una formación reglada de encuadernador, el proceso de aprendizaje está basado en el método de prueba y error que llevó a Rafael a adquirir una destreza, que ha ido alimentando con una curiosidad incesante que no ha decaído con los años. Prueba de ello, un armario que aguarda unos 500 florones. Imprescindibles para el encuadernador, permiten llenar de simbología el lomo que sujeta las páginas.

En Cómitre no sólo se encuadernan libros. Con el oficio en su pulcritud, se haría muy difícil sobrevivir. «Más que la supuesta pérdida del hábito de la lectura, sí hemos notado los efectos de la crisis», relata Rafael, consciente de que, en realidad, mercadea con algo que se encuadra dentro de la categoría de capricho. «Si el bolsillo aprieta, en lo último en lo que te gastas el dinero es en embellecer un libro», afirma. Por ello, no dudó en aceptar, cuando Unicaja le pidió que forrará de piel la mesa de juntas que preside la actual sede en avenida de Andalucía. «Para que entrara la mesa hizo falta, incluso, romper la fachada porque no había otra manera de que cupiera en el edificio». A pesar de todas las dificultades, Rafael no se ve haciendo otra cosa. «Mientras que existan libros, habrá encuadernadores», sentencia. En la calle Rafaela, los libros son más permanentes que el olor a mandarina.