Fue, junto al Papa, el hombre más admirado por Dios. O, al menos, por Pelé. En todas partes se le recuerda en un escorzo caprichoso, muy del gusto de Gustav Klimt, alzando, con una sola mano, como si se tratara de la cabeza de un enemigo o de un dragón, la Copa del Mundo del fútbol. Esa imagen es todavía hoy, con permiso de Trafalgar, el orgullo de Inglaterra, por más que en la Costa del Sol, a los más privilegiados y nocturnos, les venga más rápido a la mente un instante infinitamente menos épico. Especialmente, si frecuentaban las discotecas de Torremolinos entre los sesenta y los setenta. Bobby Moore, eterno capitán, no dejó nunca a su paso por la provincia la estela de escándalos de su compatriota George Best, pero eso significa, ni mucho menos, que su presencia careciera de sonoridad. Y más aún a partir de 1966, cuando se paseó por los bares de la costa con la misma expresión de orgullo y de chico astuto que había reventado apenas un mes antes los televisores del planeta.

Con un cubata helado sobre la mesa, al lado de su mujer, sin rehuir a las cámaras, Bobby Moore tenía ese aire bendito de fosforescencia que siempre acude en rescate de los héroes menudos para mejorar el encuadre y la degustación en público de la gloria. El futbolista, fiel desde principios de su década de oro a la Costa del Sol, llegaría, incluso, más tarde a bromear en Torremolinos sobre la estafa que le llevó a ser acusado de robar un brazalete en vísperas del campeonato de Mexico. «Aquí cada vez que paso por una joyería me cambio de acera», decía.

El destino, igualmente indómito, quiso, sin embargo, que, Bobby Moore, hombre ligero de metales pesados, acabara con el cuerpo esculpido en piedra, aunque en un tono mucho más festivo que durante la trampa con la que intentaron extorsionarle. En Londres, la entrada al estadio de Wembley está flanqueada por una estatua a escala real de su famoso gesto con el balón, a lo que se suma la estampación intangible en el corazón de los británicos, que le siguen rendiendo culto, con honores de los que los antiguos reservaban para los generales y los reyes conquistadores y belicosos.

En España, las alusiones a Bobby Moore, son más moderadas. Los entendidos lo evocan como un fuera de serie, un defensa no especialmente corpulento, que practicaba la anticipación de manera casi misteriosa. El capitán era todo magnetismo, hacía que los balones y piernas de los contrarios acabaran en su zona, con un dominio de la situación que convertía al resto de los jugadores en gregarios. Pelé y Ferguson lo consideran como el mejor defensa de la historia, un líbero elegante en la época en la que todos los centrales tenían acento vasco o argentino y, en el mejor de los casos, rompían piernas (en el otro tenían pinta de querer ingresar en la banda de Alice Cooper con una liebre muerta entre los dientes). En Málaga, el legado del inglés es más volátil y se resume en una serie de reflejos de vida apacible; Bobby Moore de copeteo con su señora y con sir Sean Connery, recibiendo los elogios de los españoles y la sentida devoción de los turistas ingleses.

En 1982, cuando los españoles, en introspectivo candor, ambicionaban emular a los ingleses y ganar el Mundial, confiando en el encantamiento de la sede, el capitán, condecorado con la legión de honor de la isla, todavía mantenía la vieja costumbre de citarse durante el verano con la costa. En ese momento, sin tanta profusión en la vida nocturna y con una fama ya prácticamente cincelada en minerales. Venía, comentaba, a promocionar su academia de fútbol y a sentenciar, de paso, sus expectativas respecto a la selección española, a la que no veía, ni mucho menos, entre las favoritas para imponerse en el torneo. Los últimos años de su vida, menos dados a los viajes, el bueno de Moore se dedicó a recibir homenajes y a comentar los partidos en Inglaterra. Murió salvajemente, después de un cáncer de colon, convirtiendo su funeral en un improvisado libro de condolencias. Numerosas leyendas de fútbol quisieron participar dedicándole palabras y elogios definitivos, de las que sirven para escoltar los epitafios. Incluido, el alemán Franz Beckenbauer, otro de los ilustres balompédicos de la Costa del Sol. Todo un lujo. Más le hubiera valido a la provincia tenerlo de guardia para despejar los problemas que llegarían en las décadas siguientes.