«Empezó a pegar a los niños y con eso ya no pude»

Susana, 40 años. Ha padecido malos tratos 5 años

La de Susana (nombre ficticio) es sólo una historia más, lamentablemente. Ha padecido durante años los malos tratos sistemáticos de su marido. Primero la vejaba e insultaba, al final, le empezó a levantar la mano. Su condición de extranjera se lo puso aún más difícil. La ausencia de lazos familiares en Málaga y que su pareja sí era español le vinieron a complicar aún más la existencia. «Le decía que le iba a denunciar, y me decía que no iba a conseguir nada, yo era una esclava para él», relata la mujer, que oculta su identidad, como todas, por miedo a represalias.

Además de la profunda herida que le han dejado los malos tratos del que creía el amor de su vida, Susana tiene dos hijos en común con él. Eso le hace ser aún más prudente sobre su situación por temor a que les haga algo a ellos. Precisamente sus dos pequeños fueron el motivo de que esta mujer se decidiera a denunciarle y a abandonarle. «Empezó a pegar a los niños y con eso ya no pude. Por mí podía aguantar, pero lo de los niños no lo consentí», señala Susana, que recuerda cómo él la amenazaba de forma continua con la muerte. «Me decía que me iba a envenenar», señala.

Reconoce que sus hijos están psicológicamente mucho mejor desde que abandonó a su padre. «Han llegado a decirme que por qué no lo hice antes», señala Susana, que admite que desde que se fue de casa ha vuelto a descansar, aunque el miedo no le abandona. Aunque pesa sobre él una orden de alejamiento, recibe llamadas ocultas que le molestan. No sabe con certeza si es él, pero lo sospecha. Además, ha recibido coacciones para quitar la denuncia que pesa sobre él. «No pienso quitarla, él no va a cambiar. Le di muchas oportunidades y nunca las aprovechó».

«Cuando le conocí era una persona distinta. Me ha pegado, me ha insultado y me ha violado»

Sara, 32 años. Víctima de violencia machista durante una década.

Lleva bajo el yugo de los malos tratos cerca de una década porque sus dos únicas parejas le han maltratado física y psicológicamente. Un día decidió dar el paso para sentirse una mujer libre. Sara (nombre ficticio) es extranjera y, al igual que otras mujeres se siente víctima de su cultura y de no tener a alguien cercano a quien acudir.

El primero de sus maridos le hizo la vida imposible. Con él tuvo una hija que recibe atención psiquiátrica porque también ha convivido con los dos maltratadores. Su padre y el posterior marido de su madre también le complicaron la existencia siendo sólo una niña. Ahora tiene diez años y es una víctima más de la larga lista de la violencia de género.

Con su segundo marido tiene una niña de tres años y un bebé recién nacido. Este niño es fruto de una de las múltiples violaciones que él ha cometido en los innumerables quebrantamientos de condena en los que ha incurrido en los dos últimos años. Sara se planteó abortar, como así le asiste la ley, a raíz de la violación que le dejó embarazada. Pero un problema médico se lo impidió. Ahora lucha por que una prueba de ADN le reconozca como padre de sus hijas, porque para el mundo del que proviene, que sus hijos no tengan apellidos paternos la señala aún más que ser una mujer separada.

«Tiene una orden de alejamiento, pero no la respeta. Tengo mucho miedo, por la noche no puedo dormir, los vecinos, en cuanto oyen el ascensor, salen a la puerta por si tienen que llamar a la policía», asegura la mujer, que quiere irse lejos de Málaga para huir de su agresor, aunque no sabe ni a dónde, ni cómo ni con qué dinero, puesto que las ayudas que recibe no sabe si le permitirían empezar una nueva vida en otra ciudad en la que él no pueda localizarle.

Su segundo marido, como el primero, era «encantador». «Los dos empezaron poco a poco, primero eran insultos, me decían que no servía para nada», cuenta la mujer, que ha recibido palizas en la intimidad de su hogar, delante de sus hijos, y también en la calle. «A él no le importaba hacerlo a la luz del día, le daba igual», señala la mujer, que sueña con el día en que él entre en prisión y no pueda hacerle daño ni a ella ni a sus hijos. «Cuando le conocí era otra persona distinta. Busca a mujeres que estén solas, débiles y se aprovecha de ellas. Las hace suyas para quitarles de todo», reconoce Sara, que tiene miedo las 24 horas del día. Tanto de que le haga daño a ella como a sus hijos, sus tres motivos para seguir adelante.

Sara está desencantada con el sistema. No entiende cómo él no está en la cárcel, así como tantos otros que hacen lo que quieren pese a sumar numerosos antecedentes penales, motivos que cree más que suficientes para llenar las cárceles de hombres y liberar así a estas mujeres de las condenas en vida que les supone ser víctimas de la tan instaurada violencia de género. Por eso, no quiere que más mujeres padezcan el calvario que ella vive desde hace una década. «Recuerdo la primera vez que me golpeó, fue en la calle», dice con un hilo de voz. «Ellos no tienen por qué tener motivos para pegar, te dan una paliza, simplemente por ser mujeres y creer que somos suyas»,

dice.

«Me prohibió hasta leer. Me ha cambiado la vida en todo, ahora hago lo que quiero»

María, 47 años. Doce años como víctima de la violencia de género

Durante doce años de su vida, María (nombre ficticio) se sintió anulada, inútil. Su marido le insultaba, le humillaba y le hacía sentirse un cero a la izquierda. Fruto de estos años a su lado tuvo a dos niños que hoy le recuerdan que hay que seguir adelante y que la vida merece mucho la pena.

«Los niños sufrían, yo pensaba que mi hija iba a ser otra como yo y que el niño sería como el padre o parecido», cuenta la mujer, que relata cómo esa idea se fraguó poco a poco en su mente hasta hacerse fuerte y ayudarle a dar uno de los pasos más importantes de su vida: dejarle.

Ella no había trabajado porque él nunca se lo permitió. Es más, le fue quitando fuerzas y aficiones hasta que la dejó completamente anulada. «Me prohibió leer», cuenta la mujer, que recuerda con nostalgia cómo perdió a sus amistades, sus aficiones deportivas y sus hobbies porque él, simplemente, se lo había prohibido. Pero él se quedó en el paro y los problemas económicos pegaron en la puerta de su casa. «Yo tenía que buscarme la vida, pero él no me iba a dejar, así que decidí dar el paso porque me negaba a mantenerle», señala.

A diferencia de otras mujeres, su marido le puso pocas veces las manos encima, aunque le dio más de un puñetazo y empujón. «Antes de casarnos ya había habido episodios, no me dí cuenta hasta que en el IAM le pusieron nombre, lo veía como algo normal, como una cosa que era habitual para mí. Pero aquel día caí en la cuenta de lo que había padecido esos años», reconoce la mujer, que admite que al principio no quería denunciar, hasta que comprendió que era la única salida para deshacerse de él y no volverle a ver. «Si no le llego a denunciar habría seguido molestándome, al principio tuvo una orden de alejamiento, ahora afortunadamente no me molesta», cuenta María.

«Me ha cambiado la vida en todo, ahora voy a donde quiero, con quien quiero y a la hora que quiero. No tengo que dar explicaciones, llevo a mis niños a donde quiero. Me siento libre», cuenta una María renovada.

Por eso recomienda a todas las mujeres dar el paso y abandonar a sus parejas. «Abrid los ojos, no es vida, aunque no lo denuncies al menos déjalo», señala la mujer, que aún así recuerda que lo mejor es denunciar, «aunque a todas no les sirve, todos los maltratadores no son iguales», recuerda.

En lo que se refiere a sus hijos, destaca que la separación de su agresor ha supuesto un antes y un después en su vida, sobre todo en la de sus hijos. «Mis niños están muy bien ahora, el mayor cambió como de la noche al día, desde muy chico lo anulaba también, le decía que era tonto, ahora es otro niño», relata María, satisfecha de haber dado el paso adelante.

Aún así, todavía le queda la difícil tarea de encontrar trabajo para poder mantener a la familia. Aunque su familia le ayuda, quiere lograrlo por sí sola. Consciente de que su situación servirá de espejo a otras muchas mujeres, pide no ponerse una venda en los ojos y que la familia también ayude en la difícil tarea de aceptar el maltrato. «Mis padres sabían que algo había, me decían: ´¿cuándo te vas a separar?´ Pero hasta que no lo acabé de ver no lo hice. Ahora soy otra», apunta.