Han pasado quince años. Alguna que otra conmilitona entrañable. Las damas con sus polisones. Mucha, quizá, demasiada confrontación política. Y una certeza que apabulla como una cofia sobre el tendedero gigante de la calle Larios: si Francisco de la Torre no hubiera entrado nunca en el Ayuntamiento, en los suburbios de Europa no sabríamos todavía a estas alturas lo que son las auroras boreales. Nadie tan rápido, tan locuaz, para ese momento mágico de encender la luz que tanto sorprendía a Ortega. Y menos aún en vísperas de navidades, cuando él y su equipo acostumbran a tirar la caña al cielo y que les salga por delante una supernova. Uno, en su ingenuidad, pensaba que era la concejala Teresa Porras la que había hecho de la bombilla una liturgia y un arte irrenunciable, pero ahora resulta que este año, en el que ella anda también en otras y muy playeras ocupaciones, el Consistorio sigue a pies juntillas su doctrina exagerada. Si os gustaba el caldo, malagueños, ahí tenéis dos tazas. Con todo el énfasis de túnel para místicos de baratillo; endiablado badajo holgazán y con guirnaldas.

La iluminación de la calle Larios, todo un éxito, dicen, a vista de viandante, es una trampa para los seres alados. La contradicción no resulta nada nueva: en Málaga donde dialogan los cometas y las tempestades, se piensa y se regula distinto que junto a la vil loseta, salvo en el caso del metro, en el que se piensa al mismo tiempo una cosa y la otra, a veces, incluso, haciendo campaña de captación, como los niños en los tiempos del Domund y las tiendas cuando las rebajas. Un amigo, que es tan amigo y tan poeta que hasta tiene la buena educación de pasear en solitario, me llamó la otra noche a la altura de la escultura de Tony Cragg -cerca de Bershka, para los más ilustrados- y me dijo que estaba a punto de dejarlo todo y sacar las gafas (de sol). «Temo ponerme moreno, como en Sierra Nevada».

En la plaza de la Marina, recién salido de la égida violácea de la noria, uno mira la calle Larios y se pregunta qué diablos le hemos hecho al Ayuntamiento para que quiera vernos morir de epilepsia y con los ojos enloquecidos como tornados. ¡Ah, la vieja necesidad de epatar! -deslumbrar, para lo más ilustrados-. Si este es el precio de fomentar el consumo no me atrevo ni a pensar en el coste de lograr la paz mundial o hacer que España vuelva a ser un país de los que come; quizá poner la luna con lentejuelas. O peor aún: una catedral en esqueleto a medio sajar como la del año pasado, que a mí me recordaba mucho a esa otra confeccionada con palillos en uno de los mejores cuentos de Raymond Carver, sólo que escrito por un luchador de lucha libre con ganas de pasar a la historia. Para cuándo, me pregunto, una calle Larios a la europea y con aire, en la que se pueda deambular entre el gentío y mirar más allá de cinco metros sin encontrarte una bombilla, un toldo o una campaña publicitaria. El cielo, crudo y límpido, sobre los tejados. Claro que siempre se puede estar peor. Miren cuando se autorizó plantar cartelones de hermanos cofrades en la Alcazabilla para tapar la vista del Teatro Romano. Echo de menos la austeridad. Uy, perdón, que aún estamos en crisis.