Era la verdadera reina del drapeo, el ángel cochino que viene justo después del ángel áptero, toda vestida de blanco, en guisa de algodón. Sin su irrupción previa en la vaticana Italia, a Berlusconi no le hubiera quedado más remedio que hacerse rico jugando al póker o perfeccionando el catenaccio en el Milán. A su paso la gente murmuraba. Cicciolina, la diva entrañable, sonriendo impoluta en los barrizales del deseo, tiernamente luciferina, con sus gasas y sus pompas y su estética mascachicle de hippy venusiana ultrafloral. A la Costa del Sol, en 1987, por más que aliviaran las décadas felizmente distraídas de Torremolinos, aún le faltaba alguien como la pornodiputada para medir, a efectos de libertinaje, cuán lejos se estaba dispuesto a llegar con eso de la transición. Y ahí, Cicciolina, batía todas las plusmarcas; si los de la movida madrileña se tintaban la cresta de rosa, ella se dejaba melena platino, y, así, con esos pelos, casi de virgen de Semana Santa de Soria, igual, pero al revés, se plantaba en Marbella, haciendo, incluso, que los fotógrafos, ellos y ellas, dejaran de una pieza y con el café y las pastas a la Preysler para irse a incordiar a otro lugar.

En esa visita, la primera que hacía a la provincia, que no a España, la prensa, sin embargo, tuvo poco donde rascar. La instantánea de la actriz se vendía cara; y no porque hubiera decidido, a lo Ingrid Bergman, quedarse en el hotel a mirar el mundo desde la ventana de la habitación. Su figura, tan de quita y pon en cuanto a telas y cachivaches, estaba poderosamente amurallada, en plan primer ministro, pero por una razón muy diferente a la que suele conducir, en su recato, a los estadistas y grandes, es un decir, hombres de Estado: Cicciolina, entonces Cicciolina S.A, había firmado un contrato exclusivo a precio de oro con Interviú. Era la revista, siempre con olfato para el negocio, quien le había propuesto la gira, con entrevista incluida de la rubia a personajes como Alfonso de Hohenlohe o Jaime de Mora y Aragón.

A los periodistas, tanto celo con la diputada, no les sentó muy bien. Proliferaron, como cólera de dioses castizos, los artículos de los puristas que se quejaban de una doble degeneración: la del periodismo y la que acuñaba en feliz e indiscutible autoría la propia actriz (se ve que los guardianes de la conciencia disponían de más tiempo libre que ahora con Bertín). En su estancia en Marbella, a Cicciolina le llovieron las bofetadas, incluso las más sutiles, que son las de la jet, siempre preocupada de que la trapacería y el navajazo burdo suene como un beso de pitiminí. A las Gunnillas no les gustaba ni un pelo que la diosa del porno anduviese sacando tiesto por sus lujosos cenadores y parterres. En parte, porque la consideraban vulgar -como si ellas leyeran a Elizabeth Bishop y escucharan a Béla Bartók todas las mañanas, cuando el zumo de pomelo-. Aunque, también, por pura envidia. Al fin y al cabo, la modelo había llegado por la vía más despendolada a lo que todo joven aristócrata venida a menos hubiera querido secretamente para sí misma en su tardoadolescencia, es decir, en su caso, hasta la jubilación: colarse en el Parlamento -por fin tuvo sentido lo de Partido Radical- y enseñar sus pudores con éxito frente a todo el país.

A Cicciolina, que le hicieran el vacío, no le importó lo más mínimo. Una semana después de haber llegado a la costa, agarró los ocho millones de pesetas que dicen que le pagó la revista y se marchó. El reportaje alimentó más su leyenda en España, que había puesto su primer gran mojón en la Nochevieja del año anterior, cuando protagonizó el primer desnudo integral que se emitía en TVE -a las 9, creo recordar, ponían Pueblo de Dios-. Para más tarde quedarían sus gloriosas sesiones parlamentarias y su boda con el artista Jeff Koons, con el que acabaría de trifulca apenas un año después. A Cicciolina le debe el mundo el intento no invasivo más serio de pacificar a Sadam Hussein, al que ofreció sexo a cambio de desistir en la guerra del Golfo Pérsico, una iniciativa que, vistos los vídeos que se encontraron en la cueva del sátrapa, lo mismo hasta resultó más intimidante que las sanciones de la ONU y las cumbres rancheras de Aznar. La musa del porno llegó a Marbella en el mismo año en el que Jesús Gil, entonces un simple paleto de Burgo de Osma, se hacía con la presidencia del Atlético de Madrid, y aunque ambos hitos tienen que ver forzosamente con la teta, lo de Cicciolina representa, sin duda, la cara más noble de la moneda y del azar. La actriz, como la diosa de Altazor, dice que era una dadora de paz y de infinito. Algo hay que reconocerle. Y si no pregunten a sus coetáneos de Italia, donde fue más necesaria que la leche en polvo y las autopistas hacia el sur. La eternidad, a veces, era también esto.