El metro no ha llegado a ningún lado y yo ya me he aburrido. Hago esa afirmación porque si no llega al Centro a mi ni fú ni fá, la verdad, pero hoy hablo como conductora que cruza a menudo la ciudad y tengo pruebas fehacientes para decir que el señor que debía montar la señalética pertinente ese día no fue a trabajar.

Toda la vida pegándome a la derecha cuando quiero girar con mi bólido a ese lado para que ahora llegue la obra del metro y me haga ver lo contrario. Si quiero ir hacia la derecha tengo que pegarme por completo a la izquierda. Y todo esto sin señalizar, claro está.

El caos llega nada más terminar la avenida de Andalucía, en sentido a Málaga, y uno quiero hacer la raqueta que bordea El Corte Inglés. Se abren cuatro carriles como el metro de ancho que me hacen mirar continuamente hacia mi izquierda porque en cualquier momento me la pego. No sería mi culpa, ni de los que vienen. Es del metro y aún ni ha llegado.

Cruzar en coche el tramo que comprende la avenida de Andalucía y la Alameda Principal debe ser similar a adentrarse en el Amazonas. Una selva, de cemento, pero una selva en la que todo vale y atiende al sinsentido absoluto de unas indicaciones carentes de su principal cometido, indicar.

Al hacer el camino de vuelta a casa observo todas las noches a una patrulla de policías locales justo antes de comenzar la avenida de Andalucía. No sé muy bien qué hacen ahí, nunca les veo mirarme aunque sea para levantar el pulgar y decirme «ánimo amiga, lo peor ya ha pasado». El semáforo previo a dejarles atrás me ha dado para pensar que quizá sean unos prodarwinistas camuflados en la vestimenta propia de la autoridad. Quizá estudien una nueva variable de la teoría del más apto aplicable al tráfico diario. Cualquier día abro la ventanilla y les chillo que se vayan, que aquí solo lo hacen bien los que nos hemos aprendido el camino porque no hay señal que ayude. Y fin del experimento.

Si un gatito muriera cada vez que un conductor chilla o vocifera mientras cruza este tramo, la medida del Ayuntamiento de esterilizar a los cerca de 2.000 gatos callejeros de la ciudad se caería de un plumazo. No habría gatos. Es más, si al terminar con los gatos se aplicara esta regla al resto de especies en cuestión de días dejaría de existir la vida tal y como la concebimos. Estoy segura.

No habría gatos que esterilizar, ni perros en la Protectora. La ardilla de Juan Cassá que algún día debía cruzar Málaga de árbol en árbol se convertiría en un ser mitológico. Las tortugas que todos los veranos vuelven al mar tras recuperarse en el Centro de Recuperación de Especies Marinas Amenazadas (Crema) serían como los calamares gigantes. Todos hablan de ellos pero nadie los ha visto. Y así, hasta terminar con nosotros, los humanos. Esto pasaría en cuestión de tres días, cuatro si pilla un puente por medio pero no muchos más. La vida acabaría sin pandemias, ni precuelas de The Walking Dead pero la obra del metro seguiría. No sé por qué tramo iría pero cuando no hubiera nada aquí, la obra del metro continuaría. Y lo peor de todo, sin señalizar bien.