Leo en la prensa nacional, esa ilusión juvenil pasada de moda, que Felipe González-ídem-ha logrado derrocar al chavismo. Es un decir, mesiánico, como todos los suyos, pero que hace ver en estos tiempos de ruido y de furia hasta dónde se puede llegar con las burbujas en cuestiones políticas sobre uno mismo. Si nos guiamos por el reflejo y la compota de sus muy señores narcisos, resulta que España en el fondo es un país al que Alfonso Guerra metió a rastras en la democracia y al que Aznar dio lustre internacional al poner un pie sobre la mesa, cuando todo el mundo sabe que el único capaz de darnos nuestra verdadera medida fue Rato cuando lo pusieron en el FMI a vigilar por si venía la crisis y salió de allí a lo don Tancredo, sin enterarse absolutamente de nada, pero llenándose los bolsillos.

Después de tanta iluminación y tanto profeta, llegan las elecciones y, una vez, más, se repara en que no está resuelto lo de la basura. Nadie, en treinta y tantos años de democracia, nos ha librado de la mugre. Yo, que soy muy de la mierda, suelo hacer como Ana Botella y pensar en sucio en la ducha, aunque con más humildad y menos termas portuguesas, que la recuperación no se ha entendido todavía ni, sobre todo, extendido. De todos los modelos que conozco de recogida de basura el dublinés es el más perverso, si bien con unos resultados plásticos infinitamente menos vistosos y decorativos que el nuestro, que es el mismo al que honraban las madres cuando apenas quedaba tiempo y se agolpaban las visitas. El Ayuntamiento limpia la calle Larios y sus marmóreos afluentes y echa lo que sobra por debajo de la alfombra, que son, en estas vicisitudes, barrios enteros e, incluso, distritos. Si no se fían dense una vuelta por Lagunillas y La Victoria, donde depositar una bolsa en el cubo homologado correspondiente es a menudo más complicado que tratar de salir sin arañazos de la visita de Pedro Sánchez y Susana Díaz a una peluquería -los otros, ellos, son los populistas, decían-.

En Málaga, a muchos de nosotros la única forma que nos queda de saber si Limasa está de huelga es ver la cara de Belmonte en las noticias. El resto del tiempo, la ecuación es de una sutileza excesiva. Se asiste a los escarceos y escaramuzas entre el comité y el Ayuntamiento, se contemplan los contenedores y uno irremediablemente se pregunta: ¿no habrán roto ya esta gente de por vida? No deja de ser curioso que en vísperas de las elecciones más importantes de las últimas décadas aquí se hable, de nuevo, de trapisondas con la bosta y con la porquería. Y con la misma cadencia demagoga: se les atiborra de privilegios a unos trabajadores y luego se aprovecha para recriminárselo ad libitum. Aquí no se salva nadie. En el momento que ves a gente escupiendo en el suelo y tirando la bolsa desde el quinto piso -nuestro modalidad más popular de balconing- comprendes que la condena, por estos lares, es infinita. La mierda crece. Y a veces es mentira hasta el endecasílabo de Juan Bonilla. No es ni tan siquiera cierto que ahora sea tan hermosa la basura.