Los mítines saben a cal gruesa y a silicona. Apestan como subgénero. Y, en eso, en lo de repugnar al personal, se valen de todas las artimañas y cucamonas de la era -mal entendida- de la comunicación de masas. Si comiéramos bien y a nuestras horas, los periodistas podríamos decir que los mítines son a la política lo que al plato de los montes los huevos escalfados. Con la única diferencia, claro está, de que estos últimos tienen nutrientes y te hacen sentir ligero en su género, urbano y fresco en mitad de la arrogancia de la proteína, que es como debía de sentirse Tierno Galván después de tomarse un piscolabis en la discoteca con los de la movida y la nueva y pertinaz chiquillada.

A los mítines les va pasando poco a poco como a Fernández Díaz y a las revistas de variedades en los teatros provincianos. De tanto insistir con la media tuerta y con el sexo de los ángeles, cada uno en su estilo, han acabado por espantar, incluso, a sus propios correligionarios. Los mítines comenzaron como una fórmula eficiente y fragorosa para demostrar entusiasmo y han acabado por parecerse a una reunión con la familia transversal de todos los paniaguados: en los grandes partidos ya es difícil localizar a alguien en el aforo que no tenga intereses en el asunto, y no me refiero ideológicos o sensibles, sino de los que realmente duelen, que son los de la expectativa y los de la militancia. En esta campaña he asistido a dos grandes actos, todos ellos por motivos profesionales, y he de confesar que me han dado ganas de enterrar mi voto en una baldosa para que lo descubran intacto y después de una nueva glaciación las futuras generaciones.

La zafiedad, el tono atrabiliario, a caballo entre las estrellas del rock en declive pagadas de sí mismas y el milikismo -pobres payasos de la tele-, hacen pensar en el poco respeto que tienen, unos y otros, por no decir casi todos, hacia la inteligencia de los votantes. En un país en el que la estrategia ganadora del presidente es ponerse a cocinar con un gañán y rehuir el debate, los mítines son, por fuerza, el perihelio de la cuestión en cuanto a la infantilización del ciudadano. Los políticos hablan como lo que es y no debería ser España: una lucha testaruda y testicular por la Liga y el futbolín traducida a todos los órdenes.

En esta ya larga semana de campaña he visto y he oído cosas que si no fuera por la televisión y por Hernando casi me podrían quedar en su solemnidad como trasunto gris del final de Blade Runner: políticos de la escarcha socialdemócrata acusando a los de Podemos de vivir «en palacios de Venezuela» (nivel), presidentas que se ufanan de soportar sobre los hombros el sufrimiento de la comunidad, como si fueran la virgen de Lourdes, por no hablar de la caterva de discursos que apelan a los niños, como si no hubiéramos tenido bastante con las chuches y la extensión de la tontería gallipava en el lenguaje. Hubo, incluso, quien llegó a acusar a Montoro, en pleno chascarrillo de rotonda, de no querer bajar el IVA «a las revistas pornográficas». Y para esto se monta el cirio y se gasta en globos. Ciertamente se necesita un cambio. Profundo. De dimensiones colosales.