La nieve frente al sol navajero de principios de julio. El cánido feliz, como complemento inevitable y peludo de la chimenea. Y el chancleteo a tono de esmirriadas cuerdas flamencas. A simple vista, y con permiso de las celebérrimas suecas, la Costa del Sol ofrecía en los sesenta muy pocos motivos de afinidad con la sociedad del norte de Europa, aunque precisamente por eso el influjo recíproco era casi una cuestión de Estado; algo así como ese tipo de parejas que duermen al revés sin que les de asco olerse los pies y al final acaban a cada rato con ganas de darse la vuelta. Incluso disminuida, achantada, obscenamente franquista, la provincia representaba para los nórdicos un filón irresistible; el modelo de exotismo embrutecido por el calor que conjuga siempre bien con el afán por descubrir al fin la espalda rubia y lo que asoma por encima de las tobilleras. Había, por así decirlo, literatura y amor garantizado sobre el tapete. Y más si las que venían eran princesas, lo que agregaba al encanto consabido una ligerísima capa de confitura preDisney con todos los cuentos de doña Carmen Polo sujetos por las hombros.

Pero Astrid, como mujer y en tanto que noruega, no daba con la horma. Su belleza, aunque tiznada por las cámaras de entonces, era definitivamente otra; lo glauco, lo blanco y hasta lo rubio trigueño se le escapaba por todas partes, dejando su perfil más cerca del de la eficiencia en mecanografía que de las rimas con los renos y los zapatos con alhajas. Aun así, despertaba simpatía. Había sido penalizada en la línea sucesoria por casarse con un medallista y plebeyo, y, en España, ya se sabe, esas cosas suelen conectar con el gusto nacional, liviano y con la pelota rasa y al pie, para las insurrecciones. Si hubieran advertido su presencia, además de la delegación de diplomáticos y compatriotas, habrían ido a verla los lugareños para darle ánimos y decirle que para adelante. La vida, con o sin honores de primera dama, es un asunto prioritario que muchas veces vale la pena; y más si la degradación en la estirpe no va acompañada del intimidante cerrojazo a la navera y a las prerrogativas económicas.

En su visita de 1961, la princesa Astrid llegaba además dispuesta a disfrutar de su luna de miel, que había dispuesto en una ruta que incluía escala en Madrid y al hotel Pez Espada de Torremolinos como puerto base para las operaciones. En la provincia anduvo más de una semana; visitando en Marbella a Bernadotte, conociendo rincones como Nerja y Estepona o paseando, a lo nórdico y de buena mañana, por los jardines del establecimiento y por la playa. Sin llegar a los excesos mediterráneos, su boda había tenido su avío y sus finas telas; presencia de la aristocracia europea, banquete en el campo y hasta una legión de esquiadores portando antorchas y construyendo una avanzadilla que no le hubiera salido a Mediaset ni con Lazarov viviendo cien años.

Los pajes y demás escribas oficiales, apegados como pocos a este tipo de postales de intriga decimonónica, comentaban que el rey Olaf, muy lejos en esos días de Málaga, no andaba demasiado contento con el enlace. Su hija mayor, Ranghild le había salido a la Sartorius casándose con su guardaespaldas, lo que en términos estadísticos era un ataque mucho más temible que Pablo Iglesias para el funcionamiento interno de la casta. Sin embargo, con Astrid, concurrían dos circunstancias que ablandaban el puño de hierro del monarca: la discreta princesa Noruega era la favorita, especialmente después de haber asumido interinamente el papel de primera dama a la muerte de su madre. Y, además, el candidato, en esta ocasión, al braguetazo, Johan Martin Ferner, gozaba del carisma y el favor del pueblo, lo que truncaba, en principio, cualquier tipo de intransigencia excesiva hacia el enlace.

A Torremolinos, la princesa llegó con un ramo de flores, entregado por la mujer del cónsul, bajo el brazo. Fue de las pocas veces que se la pudo ver sin apremio, al margen de la visita al museo del Prado que la joven pareja realizó en Madrid durante su breve escala. Los que la trataron en la provincia hablaban mucho y bien de su interés por la actualidad española y por el folclore, que entonces, igual que ahora, seguía siendo más efectivo e inamovible que algunos de los peores naufragios autoinflingidos en los últimos veinte años por la marca España. Astrid no quería revuelo ni moscardones. E, incluso, se había dejado convencer para ser transportada en coche hasta la escalerilla del avión que la llevaba de nuevo de regreso a Oslo. En lugar de Montecarlo o Los Hampton, los Martin Ferner optaron por apurar sus nupcias en la Costa del Sol. Alfombra roja para la provincia. Sin tanta diadema sobre pelos áureos ni tanta cursilada.