­La playa aún no tenía ese eco somnoliento y dulzarrón que gobierna en todas las postales. Los edificios no habían crecido, ni siquiera en su horizontalidad de piedra blanca apuntalada por luces de colores, pero ya se notaba un sol rojizo, acuartelado, diferente, en su promesa, al del Mediterráneo. A los españoles, ávidos y rotundos, el puerto de Cartagena de Indias se abría como un paraíso de provisión e, incluso, de placeres, aunque con más riesgo que el que seduce hoy a los turistas con su ritual de destilados de azúcar y de toallas. El Nuevo Mundo comenzaba a murmurar y de su arrullo íntimo emergían todo tipo de pícaros, traperos, burlados y extorsionadores.

Muchas de estas nuevas bestias, herederos de la sangre negra de la metrópoli, calderoniana, contribuyeron decisivamente en la caída, en 1708, del galeón San José, una de las naves históricas más celebradas de la armada española. En la Guerra del Sucesión los mayores peligros no siempre venían de las potencias rivales; y, mucho menos, en las colonias, donde la miseria y el encantamiento de los metales nobles a veces, como la pintura de Goya, también engendraba monstruos: criollos y nativos que espiaban movimientos y que eran capaces de vender secretos y hasta cartas náuticas a cambio de un puñado de doblones.

Sin la intermediación de este tipo de pillos y de espías, quizá Inglaterra no habría logrado derribar a la embarcación de Felipe V, aunque eso no sea más que una licencia a ratos recusable en el relato. Lo único que está claro al respecto es que la información facilitada por terceros sirvió para hacer más efectiva la emboscada y desarbolar la línea de defensa de la flota española, que se había preparado a conciencia para repeler un posible abordaje. Los ingleses sabían en qué punto atacar, lo que les otorgaba, de partida, una importante ventaja. Y más, en una ruta, la que conducía de Portobelo, en Panamá, a Europa, por la que las embarcaciones casi siempre se movían con cargamento de monedas y de piedras preciosas.

Con el ataque, además de obtener el botín, los ingleses planeaban poner una nueva pica en el control de los mares, que había comenzado a fraguarse con la crisis de los Austria y la batalla naval de Málaga, en la que se ratificó la pérdida de Gibraltar por parte de los españoles. Sin embargo, como señala Javier Noriega, de la empresa Nerea, su victoria en el Caribe no resultó, ni mucho menos, como la habían anhelado; en lugar de apresar el San José y trasladarlo a Londres con la música triunfal de los lingotes de oro, la nave, resquebrajada por los disparos, se hundió cerca de la península de Barú-hoy mar de Colombia-dando lugar a uno de los yacimientos submarinos más conocidos y ambicionados por la Corona.

A diferencia de otros naufragios, no se puede decir que esta vez la tropa española, dirigida, en el San José, por José Fernández de Santillán, se precipitara al fondo del mar por una decisión jactanciosa y escasamente meditada. El galeón había partido de Cádiz con una misión sin segundas indicaciones: fondear en Cartagena de Indias y, desde allí, poner rumbo a Portobelo, que era el puerto en el que se administraban todas las riquezas procedentes del Virreinato de Perú. Los planes, no obstante, se retrasaron. A la llegada a Colombia, los españoles descubrieron que la ruta no estaba libre de peligros letales. Incluso, para la guardia de 16 navíos con la que Felipe V había decidido pertrechar la expedición y la futura carga. Hasta dos años estuvo la flota esperando. Y si se decidió a partir, con parte de la tripulación en contra, fue por el ofrecimiento de sumarse a la escolta de las tropas francesas. Todas las cautelas se revelarían, para su desgracia, insuficientes. Los ingleses, avisados por los espías,sorprendieron a los españoles, con uno de sus buques, el Expedition, de Charles Wager, convertido en una máquina de expulsar metralla contra la nave a custodiar por el frente francohispano. Una hora y media duró el fuego abierto. El San José explotó y cayó con sus 64 cañones en pleno y fogoso baile de balas. De sus 600 tripulantes, únicamente se salvaron 11. El resto tal vez sigue ahí, ajeno a los desvelos de la diplomacia.