Venía de inventarse la colina de Hollywood y de quitarle todo el charol a los zapatos de claqué. A su lado las piernas se curvaban, subían las mareas melódicas y salían paraguas, por aquello de los españoles y la religión del tópico, bajo los que quedaba especialmente bien soñar con el cuello de Audrey Hepburn y los atardeceres bastos y urbanos de la época de la ley seca y de Nueva York. Como Hermes, él también supo renunciar a tiempo a ser alípede para metamorfosearse en una idea, aunque en su caso alejado del intelectualismo y de la pesadez de las hipótesis de trabajo, hecho evidencia en sí mismo y pura narración. Si el cine de Stanley Donen se convirtió en un nuevo patrón para la industria fue de uno de esos modos en que para explicarlo se requieren menos teorías y fórmulas y más demostraciones en vivo; una lámpara, una conversación rápida, el ajetreo de la música inundando el hueco decorativo de los dedos de los pies. Para hacer la revolución Donen no necesitó, ni la arrogancia, ni una pistola y ni siquiera una mujer, le bastó con su corazón de coreógrafo y su talento para contar historias; una capacidad que lo mantuvo erguido incluso frente a las trompetas del apocalipsis, cuando todo el género sonaba insistentemente a fin de ciclo y a transformación.

El cineasta ha sido siempre, y ante todo, un espléndido superviviente; resistió con estilo todos los cambios. El día que las tablas de Broadway se volvieron inestables, se puso a domesticar el infierno del cine sonoro con gorjeos y zapatillas; si se acababan los bailes y hasta la música se ponía a hacer comedias. Feliz y cómodo con el medio, a lo Gene Kelly, sin que le importara lo más mínimo que en plena fiesta del espíritu empezara a disparar la lluvia. En su visita a Marbella, nadie dudaba del peso de su figura, por más que se disfrazara de una ligereza y un sentido del ritmo que no casaba con los rompecabezas que en Europa suele obtener el distintivo de alta cultura. Hasta José Luis Garci, que nunca fue trascendente pero fuma, lo dejó todo, incluida la presentación de su película, para ir a conocer y presentarle sus respetos en plena Costa del Sol al maestro, que había venido a recibir el homenaje de la Semana Internacional de Cine, aquella fantasía, no apta para cartesianos, que se sacaron de la manga por aquí en los tiempos del gilismo.

A Stanley Donen, a su paso por la Costa del Sol, todo el mundo quería divinizarle y convertirle en piedra. Si el artista hubiera dado barra libre, seguramente habría acabado como Woody Allen en Oviedo, sólo que sepultado en su propia estatua en carne viva y con un clarinete al lado del pedestal para tocar en las noches en las que saliera todo mal y los fotógrafos persiguieran a Dinio. Sin embargo, el cineasta supo mantener alta la etiqueta; se emocionó, claro, como corresponde, pero sin dejar que la retórica se mezclara con el oficio. Donen siempre fue un hombre de poca falencia y sobreesdrújula. Incluso, en ese laureado 1998, en el que conjugaba el homenaje y hasta el Oscar con la sorna tranquila. Eran los tiempos en que lo mismo se ponía a perorar de música que se colgaba una chapa con su nombre y la recomendación de devolver a su señora en caso de avería.

En Marbella, el director de Cantando bajo la lluvia y Siete novias para siete hermanos respondió a los elogios de Garci con una autenticidad tan cruda como la que respiraba en sus películas: dijo que no veía cine español, pero que respetaba a Banderas, lo que en Málaga comienza sospechosamente a ser como ir a Sevilla y no saber decir que no a la marca local de cerveza fría. Aun así, con lo de la producción patria tenía excusa: en Nueva York, dijo, apenas se exhibía nada de lo que se hacía en muchos otros países. No sabemos si después de esa noche se le abriría el apetito. Y no por Garci, con el que acabaría haciendo buenas migas, sino por el personal que le acompañó en la cena posterior a la recogida del premio. Juntar a Andrés Pajares con Stanley Done es una proeza sólo a la altura de Marbella en sus años encalados de comedia bufa, que se colaban hasta por debajo de la alfombra del certamen de cine. En toda la ciudad se habrían abierto las cortinas y se daban los monstruos y los maridajes imposibles. Y si no atiendan a la programación del certamen, que lo mismo incluía La cena de los idiotas e invitaba a Maximilian Schell que se daba al kistch nacional con Papá Piquillo y Chiquito de la Calzada, quizá el único genio, y aquí no hay ironía, con el que el gran Donen tuvo oportunidad de colindar durante su breve estancia en Andalucía. «Ya no se hace cine para personas adultas», diría el artista en una de sus últimas entrevistas. Tampoco ciudades. De algo tendrá que vivir el circo. Que no todo iba a ser política. Los pasos de Stanley aún suenan a música.