­Partían con reverendos, criados de cámara, cocineros, tutores. Una biblioteca personal con cientos de volúmenes, meses por delante y un capital lo suficientemente amplio como para comprar un capitel de un templo griego y embolsarlo en el equipaje de mano. Algunos lo consideran un antecedente directo del turismo; otros un sucedáneo ilustrado del expolio o, como mínimo, una especie de romanticismo con minuta de perfil cínico. En la Inglaterra del siglo XVIII, el Grand Tour era, sin embargo, la universidad de la vida. Al menos, para los que podían permitírselo: aristócratas y futuros gobernantes. Unos años sabáticos de formación para empaparse de otras culturas e importar, al mismo tiempo, todo tipo de bienes: desde ideas a rollos de partituras y hasta pinturas de la escuela veneciana.

La empresa, a su modo, era espiritual e, incluso, abnegada. Muchos le atribuían hasta un origen mitológico, el de Odín, que se transformó en animal para poder observar sin ser visto otras costumbres y gobernar con justicia en el futuro. No obstante, al contrario que el dios ario, los aristócratas del Grand Tour no necesitaban empeñar su ojo para pagarse el viaje. Aquella expedición prohibida en España por Felipe II, que dificultó la introducción en España de las ideas newtonianas, casi nunca fallaba. Los expedicionarios, que iban acompañados de sus profesores, regresaban más sabios y, sobre todo, más ricos: con un bodegón extra casi inagotable de los artículos y las obras que les salían al paso.

La ruta, que rápidamente se emuló en otros países, partía normalmente hacia Calais e incluía un sendero con porteadores por los puertos de montaña de Los Alpes. Aunque el itinerario variaba en función de la duración y el presupuesto, casi siempre coincidía en un punto, Italia, el corazón de la cultura para los estudiosos de la época, adonde se arribaba normalmente el Día de Todos los Santos. Los integrantes del Grand Tour no se privaban de nada: visitaban monumentos naturales como El Vesubio, observaban sistemas de organización política, pujaban golosamente en casas del arte. El cargamento interceptado del Westmorland sirve de testimonio a la opulencia. Lo normal es que las adquisiciones llegaran sin dificultad a sus nuevos propietarios. Y buena culpa de ello era el transporte, casi siempre encomendado a buques de defensa, inabordables. La excepción fue en 1778.

Las obras del Grand Tour nutrieron los fondos de los museos españoles