­Era como una esquina portátil de la civilización, un islote encastillado, con todo su rumor de telas finas y de perfumes, que contenía buena parte de lo mejor, hasta ese momento, del paso por la tierra de los hombres. De haberse hundido, sería como si un museo se hubiera esfumado de un sólo golpe. Sin embargo, el Westmorland no naufragó, aunque se quedó empantanado con sus riquezas durante cuatro años en algún rincón de Málaga, puede que, incluso, en el puerto, al lado de las balas de trigo, de los candiles, de la ropa de trabajo de los estibadores.

El arqueólogo Javier Noriega, de la empresa Nerea, echa a volar la imaginación: la carga de la fragata inglesa, que transportaba una de las selecciones de arte más valiosas de la época, custodiada durante meses en una ciudad con buena parte de su población sometida a la hambruna y la tentación del saqueo. Si hubo intentos de robo, de contrabando, es algo que sólo saben las autoridades de la época y quizá José María Luzón, el antiguo director del Prado, que estudió, uno por uno, el contenido y el origen las 59 cajas en las que se distribuía el inmenso patrimonio del Westmorland.

Aunque la fragata nunca conociera la inmersión y el calvario de las olas, su historia tiene todos los ingredientes de las grandes batallas marítimas: tres potencias navales, España, Francia e Inglaterra, en disputa por un botín que procedía en gran parte de Italia. Y un conflicto pesado y múltiple de fondo, la insurrección de Estados Unidos. El Westmorland, un corsario de 26 cañones cuya misión inicial era molestar en el Mediterráneo a españoles y franceses, que apoyaban a los revolucionarios, había zarpado en 1778 del puerto de Livorno, en la Toscana. En su bodega, pesaban miles de monedas, fruto de la venta del bacalao comprado en Terranova. Además de liberarse de su cargamento, el barco tenía la misión de aprovechar la estancia para trasladar las perlas recabadas por el Grand Tour, esa expedición romántica que se inventaron los aristócratas ingleses y que básicamente consistía en recorrer los sitios más renombrados de Europa para ver mundo y, de paso, hacer acopio de maravillas y grandezas.

La carga que movía la fragata no estaba compuesta precisamente de bagatelas y sentimentalismos. La nobleza inglesa, asesorada sobre el terreno por especialistas de Cambridge y de Oxford, sabía lo que contemplaba y, sobre todo, lo que se echaba a la mochila. Grabados de Piranesi, esculturas de Roma, chimeneas. Una antología vívida destinada a alimentar la pasión neoclásica que empezaba dominar en Gran Bretaña, aunque, en este caso, sin que ninguna de las obras llegara finalmente a casa de los compradores. Mientras el capitán Wallace y la expedición del Westmorland se relamían con el éxito, los franceses acechaban. Y con un arsenal facultado, incluso, como para doblegar al corsario inglés sin necesidad de abrir fuego.

Con una flota compuesta por cuatro buques, dos de ellos, el Catón y Destin de artillería pesada, los franceses apresaron el barco en las aguas del Levante. Lo primero que hicieron fue quedarse con las monedas y pedir permiso a España, entonces potencia aliada, para atracar en Málaga. La idea inicial era vender las cajas de arte. Sin embargo, advertido por el primer ministro, el Conde de Floridablanca, la corte de Carlos III decidió comprarlas. En un principio, precedido por un sindicato mercantil que tenía un propósito no del todo ilustrado: conservar la carga y venderla posteriormente a precio de oro a sus propietarios. Por fortuna, no hubo enajenación posterior, y las obras, a excepción de un grupo de reliquias donadas al Vaticano y un cuadro de Mengs que acabó en el Hermitage, integran todavía pinacotecas españolas. En El Prado hay muchos cuadros cuya pérdida hicieron llorar y litigar durante más de una década a nobles ingleses como los duques de Gloucester y de Norfolk. Retratos, escenas que durmieron durante cuatro largos años en la ciudad de Málaga, en metáfora cruel y excesiva del arrinconamiento actual que padecen las piezas destinadas al Museo de Bellas Artes. Naufragios que no tocan el fondo. No siempre los españoles, en las épocas más tenebrosas, perdieron la batalla.

Girolamo, Piranesi y mármol de Carrara: el museo tapiado que sobrevivió en la costa. Un total de 59 cajas. Todas, con el sello de la tripulación británica. Y un contenido que, con el inventario en la mano, no dejaba de representar el maná en dulces y variadas acepciones. Europa entera, o al menos su ideal, se condensaba en el cargamento del Westmorland, la fragata inglesa apresada por los franceses y desnudada, en cuanto a sus riquezas, bajo el oficio de los tasadores en el puerto de Málaga.

Al margen del dinero de la venta de pescado, el corsario portaba una relación de compras que no distinguía en su sentido del lujo entre florituras materiales y espirituales. Desde partituras -entonces la música solamente viajaba en pergaminos- a columnas y toneladas de salsa tártara y queso parmesano. Los aristócratas del Grand Tour, que fueron los que llenaron la bodega del barco, arramblaban con lo más granado de los países que visitaban. Incluso, chimeneas íntegras, como la adquirida por el duque de Gloucester, hecha de mármol, amarillo, verde y blanco, que fue enviada directamente por el Conde de Floridablanca al Palacio Real, donde todavía hoy puede contemplarse. No es el único de los artículos al que se le puede seguir la pista. Otra chimenea figura en la casita del Príncipe del Pardo y la amplia huella museística, que va desde los centenares de libros de la biblioteca de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, al Museo Arqueológico Nacional y, por supuesto, al Prado. La fragata inglesa transportaba, entre otras, obras de Girolamo, de Mengs, de Batoni, de Piranesi. Y una antología de productos selectos en un volumen exagerado: violines, baúles de sombreros, cajas de flores artificiales, vino de Madeira, muestras de lava del Vesubio, mapas, copias modernas de Rafael, 129.000 libras de seda, esculturas clásicas. Todo un mundo rodante que durante cuatro años permaneció atrancado en Málaga. Italia y el lujo al alcance de las redes de los pescadores.