­La luz asoma por la paleta de colores que compone la vidriera, un gran panel que esconde infinidad de horas de trabajo para dar con el volumen deseado, tras varias horneadas. Luce limpia, impoluta, perfecta ante el ojo humano para no tener que ser restaurada hasta dentro de un siglo si se trata bien.

José Luis lleva más de 20 años dedicados a este oficio, el arte de refinar la belleza del simple cristal al que llegó por pura casualidad. Ingresó en un curso de Formación Profesional y ha dedicado su vida a trabajar en un taller, impartir cursos sobre todo lo aprendido y desde hace seis años cuenta con su propio establecimiento: el taller José Luis Camacho.

En plena calle Manrique se trabaja con masilla del siglo XII y las técnicas más tradicionales para continuar con el oficio tal y como se conoce. Salvo algunos avances que se han incorporado al taller como el horno eléctrico o el cortador, el proceso que realiza José Luis en sus trabajos junto con sus dos compañeros y empleados es el mismo que hace décadas.

Su sello está en iglesias de varios municipios y la capital o la vinoteca de Los Patios de Beatas. El norte de España es uno de sus territorios conquistados gracias a los trabajos que hace con la Sociedad Argitán -a la luz del día en euskera- que compone él junto con dos grandes del sector, Mikel Delika y Fernando Cortés. Entre alguno de sus trabajos destaca la sala de vidriera de Guernica de País Vasco. «Me queda por conocer Asturias», apunta.

Se decantó por montar su propio taller hace seis años, una actividad que combina con clases que él mismo imparte en las instalaciones dos tardes a la semana. Un negocio que trabaja un producto de lujo que abrió en plena crisis y en el cual no ha faltado el trabajo. Málaga, ciudad con cultura de vidriera cuenta con varios talleres esparcidos por la provincia, pero José Luis reconoce que desde que abrió el trabajo ha llamado a su puerta. «La iglesia es lo que más trabajo nos genera», explica.

Ahora andan inmersos en un proyecto de gran envergadura, la restauración de la gran vidriera del hotel Miramar. Un gran dadero de 17 metros cuadrados compuesto por hasta mil piezas que deben entregar en cuestión de dos meses. El buen mantenimiento de todo el panel facilita el trabajo, solo tendrán que elaborar y pintar doce piezas.

Enumerar cada una de las piezas, limpiarlas, rellenarlas con masilla y esperar a que sequen una semana, reforzarlas con barras de hierro galvanizado, trabajar las nuevas piezas...Un trabajo minucioso que requiere paciencia y buenhacer para obtener el resultado que el maestro espera al culminarlo. «El agradecimiento por parte de la gente es lo que más me llena», detalla.

Lo que más le gusta es pintar. Sentarse en la mesa de luz relajado y dejar que sus manos hagan el resto es una de sus tareas favoritas pero de todas saca algo positivo. La restauración conlleva un trabajo de investigación, conocer cómo fue elaborado, técnicas y otros factores que se hacen de forma previa antes de trabajar las piezas. «Además, hay que dejar abierta la restauración por si hubiera que deshacerla dentro de cien años para hacerla mejor», añade.

Sus jornadas se alargan a diez y doce horas al día para ajustarse a los tiempos, un trabajo elaborado a mano en todas sus facetas que para muchos alcanza un valor en el mercado similar a un artículo de lujo. El precio de salida de un metro cuadrado de vidriera es de 400 euros. A partir de ahí, no existe el límite. Diseños originales, horas de trabajo, volumen de lo pintado...Miles de matices que convierten este oficio en un verdadero arte.