­Alberto Peláez (1926-1991) es uno de esos hombres que dejaron huella en su tiempo. Tal vez a ustedes no les suene, pero este abogado malagueño ha dejado algo de sí en muchos de quienes le conocieron en vida: su respeto, su coherencia vital, su sapiencia jurídica y su bonhomía. Fue letrado con un mítico despacho en la calle Siete Revueltas, primero, y luego en Muelle Heredia, y formó como pasantes o apadrinó a más de cien abogados a lo largo del tiempo. Aquellas firmas jurídicas forjaron a gran parte de quienes hoy componen la cima de la abogacía malagueña, pero su legado no queda ahí: fue miembro fundador de la Asociación de Amigos de la Universidad de Málaga y del Ateneo, articulista periodístico en La Hoja del Lunes, concejal -entre otras áreas, de Cultura (1960-1966)-, notable poeta, aficionado al ripio irónico, padre de una numerosa familia bien avenida y miembro de la Junta de Gobierno del Colegio de Abogados de Málaga. Sus allegados lo definen como un rebelde.

La Opinión de Málaga ha querido juntar a su familia para recordar su figura, dado que no es fácil encontrar a alguien en el mundo jurídico que no hable con cariño de la persona y de su legado. A la cita en el despacho de Gaona Abogados acuden su hijo Alberto Peláez, también jurista; su sobrino Miguel Ángel Peláez, un letrado con casi 50 años de experiencia, su viuda, María del Carmen Morales Márquez, y su hija María del Mar Peláez, hoy respetada y querida profesora de Arte Dramático y actriz.

Peláez era churrianero de pro. Allí nació y allí ha conservado siempre la familia la casa en la que creció. Su familia provenía de Arenas (pueblo de la Axarquía). «El primer recuerdo que tengo de la condición de abogado de mi tío fue cuando iba a ver a su hermano Rafael con un libro gordo negro, enorme, Las leyes civiles de Medina Marañón», asegura su sobrino Miguel Ángel Peláez.

Su hijo Alberto explica que empezó en un despacho como pasante y tuvo mala experiencia en sus primeros pasos. «Lo pasó mal porque no era un señorito, sino hijo de una viuda de pueblo», explica. Había en 1953 tan pocos abogados, que cuando hizo la jura su decano estaba muy contento al ver que juraban siete letrados. Con María del Carmen el flechazo fue instantáneo: estuvieron cinco meses y cinco días de novios y se casaron para alumbrar seis hijos. «Era una persona muy extrovertida, de darse a los demás, siempre preguntaba si faltaba algo a todos», recuerda su mujer, a lo que añade Miguel Ángel: «De ahí nació la vocación por la abogacía, de ayudar a la gente».

Al principio atendía a los clientes en el mítico café Español. Luego, relata su sobrino, montó un despacho junto a tres compañeros en una entreplanta de la Alameda Principal. «Sólo había una habitación y una salita, y cuando llegaba un cliente el resto tenía que salirse», dice.

Su hija María del Mar rememora que en la calle Siete Revueltas compartía despacho con un médico de enfermedades venéreas, pero a finales de los sesenta montó su negocio en el Muelle Heredia. «Era un hombre conciliador. Con su don de gentes conseguía atraer a todo el mundo y evitar el pleito», apunta Alberto Peláez, aunque cuando había que ir a juicio, subraya su sobrino, «iba a por todas». «Siempre decía que el cliente llegaba al despacho con un problema, te da los papeles, te cuenta lo que le pasa y, cuando se va, el problema es tuyo. Creía que todos los asuntos tenían alguna solución de fondo o de forma», aclara Miguel Ángel Peláez.

María del Carmen Morales recuerda que a su despacho iban a verlo incluso personas que no eran su clientes para recibir consejo, «como si fuera su psicólogo». Por aquel despacho pasaron más de cien abogados a lo largo de los años, algunos llegados incluso desde fuera de Málaga. Llegó a tener 18 pasantes al mismo tiempo que se sentaban en una enorme mesa ovalada. Él decía que eran su equipo de fútbol. Aconsejaba a quien no valía que hiciera oposiciones y tenía en su despacho a abogados insignes, grandes sabios en la materia, que aconsejaban a los jóvenes buceando en la biblioteca del Colegio de Abogados como Antonio Naya (que da hoy nombre a la Escuela de Práctica Jurídica) y Vicente Delgado. La primera mujer colegiada de Málaga también pasó por allí: María Augusta Navarro Ruiz, y llegó a tener bajo su batuta al primer letrado de raza negra, el guineano Alfredo Jones. A los pasantes llegaba a pagarles la mitad de lo obtenido por el pleito. Algunos de aquellos alumnos fueron Antonio Gálvez, gran abogado de Marbella, o Ramón Gómez Villares.

En una antigua parroquia de la zona de Tiro de Pichón, atendía a gente sin recursos de la mano del párroco y también lo hizo durante toda su vida en Churriana, e hizo varios viajes sobre su yegua por toda la geografía malagueña.

Como articulista, tenía una sección que se llamaba Con la venia, pero en una de las entrevistas que concedió habló de las corruptelas en la justicia de la época, lo que casi le cuesta la expulsión del Colegio de Abogados. Incluso, se metió en más problemas por la claridad de sus artículos por atentar contra los principios del Movimiento Nacional.

Como concejal (1960-1966), dirigió los bomberos durante un trienio, pero su hijo Alberto Peláez explica que, como edil de Cultura, juntó a un buen puñado de cantantes malagueños, entre ellos El Niño de las Moras, con 90 años, y se los llevó para grabar en Madrid un disco de culto, Café Chinitas. Su hija María del Mar rememora que con él se hicieron concursos de música de bandas, semanas de estudios flamencos, trajo a Carmen Amaya a bailar al Eduardo Ocón y llegó a parar el tráfico cuando se representaban obras en el Teatro Romano durante el festival.

«Era un enamorado del Derecho. Recuerdo verlo estudiando a las dos de la mañana un asunto y decirme ´qué bonito es el Derecho», dice María del Mar. Su hijo Alberto cuenta que cuando salió a colación el tema de ampliar el turno de oficio, por el que entonces no se cobraba porque era una carga de honor, los abogados del Estado, algunos de los cuales llevaban grandes temas de herencias bajo cuerda, dijeron que no eran compatibles, a lo que el entonces diputado opuso: «Ya era hora que la abogacía del Estado se declarara alguna vez incompatible para algo».

«Era una persona desprendida, generosa, le daba vergüenza pedir para él» explica Alberto, quien añade que a sus pasantes no sólo les ofrecía consejo legal, sino también escuchaba sus problemas. María del Mar destaca que cuando murió en un accidente de tráfico, con 64 años, comentaba con sus hermanos «la herencia de cariño que hemos heredado». «Dejó una huella inconmensurable. Los pasantes no sólo aprendieron de Derecho, sino de la vida, de cómo tratar al cliente», aclara, para insistir en la «enorme capacidad de versificación» y en los ripios que se dedicaban cordialmente en la prensa unos y otros.

Todos definen a Alberto Peláez como un rebelde, aunque con causa, en este caso el Derecho al que siempre puso por encima de todo, incluso de sí mismo.