Con sólo 21 años María Cortés ha pasado por situaciones que otros padecen a lo largo de toda una vida. Fue diagnosticada con sólo 16 años de un tumor cerebral que puso su mundo del revés. Aún era una niña, pero ya era madre de dos hijos por los que se prometió a sí misma luchar. Al poco de pasar por quirófano volvió a quedar encinta y su pareja, padre de sus tres hijos, la abandonó.

Esta joven admite vivir un calvario aderezado con llantos, pataletas pero mucho cariño, el de sus hijos y el de su familia, que pintan de color sus días. Vive con sus padres, de 39 y 52 años, sus cuatro hermanas, sus tres hijos y sus cuatro sobrinos. En total 14 personas en un piso de protección oficial de 80 metros cuadrados en los que hacen encajes de bolillos para vivir sin demasiada dificultad.

A consecuencia del tumor cerebral que padece, del que sólo pudieron extirparle una parte, ve mal por un ojo y apenas tiene fuerza en el lado izquierdo del cuerpo. Eso le impide, afirma, buscar un trabajo, porque padece serios dolores de cabeza que le han llevado a intentar quitarse la vida dos veces. Además, ha tenido dos trombosis que le han invalidado más si cabe.

Sólo uno de los catorce miembros de su nutrido hogar trabaja: el padre de sus hermanas, al que ella considera ya propio, que ayuda en un camión. Su madre acabará en unos días un contrato de trabajo de tres meses como limpiadora, pero los ingresos esporádicos impiden a esta familia recibir ayudas o prestaciones que le faciliten el día a día.

«Comemos mucho potaje porque a mi madre le dan legumbres mis tías o las vecinas. Gracias a Dios no pasamos hambre», asegura la joven, que afirma que hace ya mucho tiempo que en su casa no entra un trozo de carne para comer. «Menos mal que los niños están en el comedor y los pequeños entran el año que viene en la guardería», asegura María, que no cesa en su día a día de rellenar documentos para conseguir una ayuda o un piso al que trasladarse con sus hijos para poder estar más tranquila y que sus pequeños, de 5, 4 y 2 años, tengan una vida lo más normalizada posible.

Sin prestación. Asegura que en la última revisión de su grado de discapacidad le rebajaron del 68% al 52%, lo que le dejó sin la prestación económica que tenía truncando así su sueño de independizarse y procurar un futuro mejor a sus hijos.

Al temor por su salud y la necesidad de vivir en mejores situaciones, María Cortés le suma su miedo a que los desahucien, ya que deben ya varios años del alquiler social que pagan al Ayuntamiento. Tienen roto el termo y el váter -para lo que pide ayuda- y aunque confiesa no tener frío porque se echan mantas, sí afirma que se imaginó una vida muy distinta a la que hoy tiene. «Somos pobres pero muy limpias», afirma.

«Me encuentro mal, me duele mucho la cabeza y vomito, no tengo ganas de vivir la vida porque tengo una enfermedad que puede revivir y dejarme aún peor», señala la joven, que admite que sus problemas se empezarían a arreglar de lograr una vivienda social. «Y si alguien nos quiere dar leche o ropa para los niños, vamos a donde sea».