Habría resultado más convicente, que no seductor, que hubiera aparecido envuelto en una capa negra y después de una de esas explosiones de nube de algodón con la que los primeros moradores de Hollywood solían airear a los demonios en la gran pantalla. Un visto y no visto, rigurosamente abracadabresco y pícaro y, de repente, Mel Brooks ahí, en el Meliá, con su sonrisa de senador romano y epicúreo. Sin embargo, vino como lo hizo Lady Di, seglarmente y en avión, aunque provocando entre la concurrencia la sensación de asistir a un ramal inesperado de la prosa de Nueva York, que era la prosa que se estilaba en las películas; el cineasta, con camisa caribeña, paseándose por Marbella como si estuviera de descanso en Los Ángeles, hablando de las mismas cosas, sin que el idioma fuera un impedimento para ejercer y ante desconocidos de Mel Brooks en el mismo tono y dial con el que Mel Brooks se comunicaba con Woody Allen en la Quinta Avenida.

En los pocos días que duró su estancia en la Costa del Sol, el cineasta no dejó en ningún momento de ejercer de mascarón y carátula de sus propias cintas. Ni siquiera frente a los periodistas, con los que únicamente le faltó invitar a whisky para seguir charlando hasta el amanecer de sus temas favoritos, que eran todos, siempre y cuando se embridaran con la punta de sastre de la ironía. A Mel Brooks era ponerle un micro delante y esperar a que largara. Y eso también le ocurrió en Marbella, donde puso a parir a los militares, al afán belicoso de la URSS y a la raza, entonces todavía sobreprotegida, de los políticos. Sobre esto último, el director estuvo particularmente lúcido. Salió al vestíbulo del hotel, miró a los micros y dijo: «Miren, yo creo que los políticos son fundamentalmente ridículos». Y luego se fue a cenar con el entorno de Jesús Gil, al que, sin duda, de haber conocido a fondo habría retratado, y chaplinescamente, en algunas de sus películas -quiero pensar que sobre una mesa de mármol, con una docena de ostras por delante y alrededor de un montón de esclavos con pinta impostada de directores de distrito-.

A Mel Brooks fue el gilismo el que lo trajo a la Costa del Sol; a gasto pagado y con la excusa del estreno en la ciudad de ¡Qué asco de vida! Marbella, y quizá era lo más sensato que hizo en mucho tiempo, quería brindarle un homenaje. Y no porque a sus munícipes les hubiera dado por la cultura, sino porque a Gil, como a Franco con su pléyade de poetas ripiosos y de cupletistas, le convenía rodearse de gente de postín para edulcorar la falta de limpieza democrática y la ruina. Para Gil el cine fue durante un tiempo lo que los pantanos para el franquismo. Y en eso llegó el cineasta, que ajeno a la política comarcal -sólo faltaría- se dejó agasajar y hasta llevar con su señora a una corrida de Ortega Cano y César Rincón, lo que en algunos países civilizados habría computado ampliamente como tortura -no sólo, se entiende, para el bicho-.

Si Gil era un Franco para los tiempos de la crisis de la socialdemocracia y del ladrillo, Pedro Román, su teniente de alcalde, hacía las veces de Fraga. Y, además, con mayores ecos de Londres y de cosmopolitismo. A Román, con experiencia en el sableo a norteamericanos, le tocó pegarle la chapa a Mel Brooks sobre los adelantos de Marbella y el proyecto, sumarial y de sumario, de la ciudad del cine. El director hizo lo que haríamos todos cuando nos llevan a veranear y nos hablan de cosas que no nos importan lo más mínimo; sonreír y charlar de películas con quien le pusieran enfrente, que en este caso fue el productor Pedro Masó, con quien hizo excelentes migas. En la cena que se le organizó, ay, Marbella, un poco lo de siempre: el famoseo local, con sus condesas y barones decorativos, los emisarios del Ayuntamiento y algún que otro artista de los que gustaban aparcar el óleo frente a la ventana del apartamento y posar para sí mismo y sin manos en la ruta hortera de las discotecas.

Brooks, que viajaba con su mujer, la siempre bella Anne Bancroft, se lo pasó a lo grande. En el Meliá todavía se recuerda, incluso, cuando se animó a cantar con el pianista de la casa, tirando de su propia Polaroid frente a la ausencia -por razones obvias y de cachemir rosáceo- de fotógrafos. Queda pendiente saber qué aparece en esa foto: acaso el monte de terrazas privadas de las habitaciones del hotel y un trozo de cielo Mediterráneo cabalgando en la hondura junto a algún pelo de su cabeza heroicamente estirado. Qué pensaría el cineasta de todo esto, qué pena, y que oportunidad perdida, que no se hubiera quedado tres años para rodar, y concienzudamente, La loca historia de Marbella. La Costa del Sol y su jovencito Frankenstein y sus productores y sus dráculas de provincias en besamanos adornados con macetas. Robin Hood mal entendido, desesperadamente a la inversa.