Han pasado los años, también las décadas y en este grupo de antiguas maestras rurales persiste la ilusión y la energía que les llevó a entregarse a la educación en escuelas de la provincia que, en muchas ocasiones, se encontraban en remotas cortijadas sin luz y a las que había que llegar a pie o en montura. Su trabajo no tuvo horario y sacó del analfabetismo a miles de malagueños, al tiempo que los evangelizaban.

Es una de las muchas obras del cardenal Ángel Herrera Oria, un sueño hecho realidad a partir de los años 50, por eso un grupo de maestras quiso recordar esta semana los viejos tiempos y visitar la exposición del Palacio del Obispo sobre su figura y su obra.

«Llegaron a haber 265 escuelas rurales con unas 200 maestras y unos 50 maestros, la proporción puede ser esa», recuerda Pepita Espejo, inspectora o visitadora de todas estas escuelas, que visitaba «con voluntad de amiga pero es verdad que si había que dar un tironcito de oreja nos tocaba darlo también». Pepita, que recibió hace unos años la Cruz pro Ecclesia et Pontifice, subraya que es una distinción eclesial que en realidad «fue para todas las maestras, es de ellas».

Como recuerda Silveria González -maestra en Villalba (Coín, Mosquera (Pizarra) y Colmenarejo (Campanillas), entre otros destinos- Don Ángel creó tres escuelas para maestras en Nerja, Antequera y Gamarra en Málaga capital, así como una en Trayamar para los maestros rurales. «El mismo año que me dieron el título, en el año 58, me fui a la cortijada de Villalba, como a siete kilómetros de Coín, donde estuve cinco años, la gente estaba contentísima porque hasta entonces tenían unos maestros itinerantes».

En el campo, por cierto, las maestras trabajaban también durante la Semana Santa y la Navidad «y nos cogíamos luego una semana», destaca Silveria.

Porque los horarios no existían. Rosario Páez, que comenzó en la escuela rural El Acebuchal, en Benagalbón, recuerda que debía hacerse cargo de un centenar largo de alumnos, «y tenía que estar con la lámpara Petromax, porque no teníamos luz, preparando las clases hasta las 4 de la mañana».

No variaba mucho la situación en Casamayor, Campanillas. Carmen Bueno, una de las primeras maestras rurales hacia el año 57, cuenta que «les dábamos Matemáticas y cultura general, con niños de 4 ó 5 años hasta los 12 ó 14 y todos en la misma clase. Teníamos a los niños por la mañana, y por la tarde a las niñas para que así pudieran trabajar en el campo y ayudar a los padres, pero es que además no cabían todos».

A este encuentro de maestras rurales acudió un maestro, Luis Márquez, cuyo último destino fue Cruzadilla, en Almayate. Luis recuerda que en aquellos tiempos los profesores «trabajábamos desde las 9 de la mañana a la 1 de la noche». Porque, además de a niños, estos entregados docentes daban clase a adultos, «y por la tarde, a las niñas, clase de costura», recalca Silveria.

Por eso, Pepita Espejo subraya que «los que no lo han vivido no lo pueden entender; que estuvieran sin luz, sin teléfono, con el pueblo a 10 kilómetros...» y pone el ejemplo de cuando había una urgencia: tocaban la campana de la escuela y al escucharla «venían con una camilla hecha con dos palos y una manta y se iban turnando todos los hombres y la bajaban hasta el pueblo».

Las rosas para la maestra

María Luque conserva una foto junto al cardenal Herrera Oria, cuando en mayo de 1960 visitó la escuela de maestras de Nerja, a cargo de las teresianas. «Salí con 18 años de la escuela y me he pasado más de 40 en San Julián», explica. Quienes no la han olvidado han sido muchos de sus alumnos. De hecho, el año pasado la homenajearon «y me llevaron 80 y tantas rosas, cada una con una dedicatoria».

Estrella Molina lo que guarda es el recuerdo de uno de los días más bonitos de su vida, resumido en un recorte de periódico del diario Sol de España de abril 1970, ya que anuncia la inauguración de un camino rural por el que tanto peleó. Estrella, que fue maestra en Villanueva de Algaidas y en el Puerto del Barco, en Antequera, cuenta que en esta última zona «no había camino ninguno y lo hicimos con el perito agrónomo, que nos ayudó y pusimos también la luz».

A este respecto, Pepita Espejo destaca lo complicado que en ocasiones era abrir un camino que atravesaba varias fincas, aunque al final se solía llegar a un acuerdo con todos los dueños.

Una de las maestras que ha puesto sus recuerdos por escrito ha sido Isabel Romero, a quien en 2013 la Fundación Diocesana Santa María de la Victoria le publicó Memoria de una maestra rural.

Maestras y enfermeras

Entre los muchos destinos, Isabel estuvo en un rincón de Málaga capital que hoy ha cambiado por completo: la escuela rural de Los Arias, «donde está el parque tecnológico», aclara. En sus memorias se puede conocer muy bien cómo era la vida de estas mujeres entregadas a su vocación, en un entorno duro, aislado de sus familias y amigos y en el que ejercían, además de como maestras, de enfermeras, asistentas sociales ayudando a las familias de sus alumnos y por supuesto de evangelizadoras.

Y hay un testimonio muy especial de una maestra ya mencionada, Carmen Bueno, que cuenta que el pasado mes de septiembre sufrió un ictus que le tuvo durante semanas ciega. «Les pedí (a las maestras) que me encomendaran a Don Ángel y una mañana, al despertar vi luz y empecé a ver. No me daban esperanzas de recuperación y el oftalmólogo me dijo: Señora lo de usted ha sido verdaderamente un milagro». Carmen quiere que este hecho se incorpore a la causa de beatificación del que fuera el obispo de Málaga más admirado y querido del siglo XX.

Juan Ruiz Onieva, exalumno de una escuela rural en Villanueva de Algaidas y presidente de la asociación que agrupa a antiguos alumnos y maestros rurales, lo tiene claro: «Don Ángel es un prodigio, ¿qué hombre hizo las maravillas que hizo él en Málaga?», se pregunta.

Y esa obra maravillosa prosigue en nuestros días con la red de escuelas rurales integrada en la Fundación Diocesana de Enseñanza Santa María de la Victoria. Herrera Oria continúa trabajando por Málaga.