Tenía una elegancia tórrida, de las que salen de serie desencajadas, pero, a la vez, con la misteriosa capacidad y el savoir faire de mantener en todo momento la pausa y el pie métrico. En las noches de Marbella, vestida de punta en blanco, coincidía con el modelo de urbanidad picado de exotismo con el que soñaban las aristócratas en flor después de leer a Proust y preferentemente a puerta cerrada. Si le hubieran dado a elegir a las grandes de España, que al lado de las suecas eran muy pequeñas, habrían preferido una noche de juerga en su compañía que una recepción en palacio, sabedoras de que quizá, con ella, alcanzaban de un sólo golpe el valor doble de los goles que asiste siempre a los nobles cuando es verano y juegan fuera de casa, que para eso estaba, y muy bien pensada, la costa. Con April Ashley, en La Jacaranda, todo se volvía sofista y al mismo tiempo salvaje, empezando por su propia presencia, hecha de cachemir y de tratos recios con la luna; un tipo de puerta abierta para los marqueses acartonados y el puritanismo de Hollywood por la que se colaba el cabaret, la amenaza militar y hasta un universo de acceso restringido cuyo salvoconducto de entrada iba normalmente más allá -a veces ocurre-de los títulos y de los millones.

April Ashley, una de las grandes pioneras en esto del cambio de sexo, fue aceptada en el selecto clan de la Costa del Sol por los mismos motivos por los que se toleró el bañador y la pollera en plena orgía militarista de Franco: las divisas, la necesidad de intercionalismo y, sobre todo, la diversión de la clase dirigente, que, en este caso, venía afinada por toda clase de complementos. La artista se había casado con un barón, Arthur Corbett, y con él había abierto en Marbella La Jacaranda, la primera sala de fiestas nocturna de la zona. Un local, ya legendario, en el que lo mismo se veía zascandilear a Ava Gadner, que a la hija de Churchill y a los marqueses de Villaverde y en el que April flotaba como alma de ninfea sin necesidad de apelar a sus blasones, que eran muchos y muy superiores a los de la concurrencia, por más que el escudo de armas le llegara, en rigor, por la vía fatigosa del matrimonio: la modelo, entre otras hazañas, había conocido a Albert Einstein y a Elvis Presley, era amiga de los Rolling Stones y de los Beatles, contaba con una biografía amatoria de postín e, incluso, había sido lanceada profesionalmente por Dalí, Fellini y Picasso, que quiso pintarla, y del que acabaría diciendo, fiel a la leyenda rijosa del malagueño, que era un tipo con encanto controvertido y sicalíptico, de los que -cita literal y de la dama- «violaban con los ojos».

El extraordinario currículum de April no bajó, sin embargo, directamente del cielo. Más bien fue construido a su pesar y con brutalidad: a los quince años tuvo que enrolarse en la marina para escapar de la intransigencia activa de su madre; sufrió humillaciones, abusos, iniquidades sin nombre. Y justo cuando empezaba a triunfar en Francia y en Inglaterra, después de costearse la operación («¿Y una mujer tan guapa por qué quiere ser hombre?», le preguntó al verla el cirujano) recibió el golpe definitivo que la llevó a refugiarse en la costa. Un amigo vendió por cinco libras a la prensa sensacionalista su aparentemente escandalosa verdad, esto es, que en el pasado había sido hombre, lo que la sociedad apolillada de entonces consideraba intolerable; tanto como para obligarla a renunciar a su meteórica carrera de modelo en la revista Vogue.

En Marbella, April Ashley parecía recuperada del azote. Estaba perfectamente integrada, paseaba a caballo por la playa, bailaba flamenco, se ocupaba de La Jacaranda. Y así hubiera seguido si no llega a ser porque el marido, él también, acabó por salirle rana. Meses después de instalarse en la Costa del Sol, la familia de Corbett comenzó a amenazar con dejar sin una libra a su vivaracho primogénito. Y el aristócrata, que se había casado con Ashley en Gibraltar, inició un proceso de divorcio cuya demanda se asentaba en reflexiones agudas y escalofriantes; la justicia británica dio su aprobación al entender que Ashley era un hombre, no sin antes promover un proceso bochornoso -para la artista, los homosexuales y la historia de la humanidad en general- en el que se analizó si la modelo era filosóficamente y en puridad una mujer, un machirulo, como su señoría el fiscal y el señor juez, o un mutante. April Ashley, tras la separación, se vio forzada a abandonar su querida Marbella, pero tendría a cambio su venganza. Y, además, a lo grande, con la reina de Inglaterra dándole la máxima distinción del imperio británico. «Me gustaría que estuviera aquí el viejo cabrón para verme en Buckingham Palace», diría. A Marbella, una vez más, le tocó quedarse con el menos interesante.