­Ninguno tenía la cara surcada por tenebrosas cicatrices. No habían abjurado de los principios, todavía en expansión, de la revolución ilustrada. Muchos habían bromeado entre sí durante el inicio de la travesía, se habían golpeado cariñosa y ruidosamente el hombro en el aseo matutino frente a la palangana. Incluso, no habrían dudado, si la situación lo hubiese requerido, a asumir riesgos para defender al otro. Sin embargo, ahí estaban. Encerrados bajo el sol en una balsa precaria de madera, metiéndose el hombro, mordisquéandose salvajemente, ebrios de vino y de machetes, sin que hubiera surgido ni el más mínimo roce sentimental ni estallido previo que justificara los ataques.

El naufragio de La Medusa, y la deriva posterior de sus tripulantes, es uno de esos capítulos obsesivamente hobbesianos con los que de vez en cuando la historia cuestiona la validez del hombre. Si no fuera por el Titanic, tan melodioso y alhajado en comparación, el de la fragata francesa estaría considerado como el hundimiento más documentado y tristemente novelesco de los últimos siglos. Y más, después del famoso cuadro de Géricault, que inmortalizó la escena con todo tipo de detalles, aunque ahorrándose las vísceras, los olores, las escabrosas tiras de carne humana que espantaron al buque de rescate y que tanto consternarían a Francia en el relato de los supervivientes.

Poner la lupa encima de la pintura, acercarse a la caída de La Medusa, representa una oportunidad para responder a una pregunta que, en su cualidad de música extrema, siempre ha pesado sobre la conciencia de la humanidad: la de saber qué lleva y en qué circunstancias a un ser humano a comerse a otro. En el caso del barco, Javier Noriega, de la firma Nerea, habla de una escalera de hechos que parte de un error penosamente de moda: el de anteponer los favores políticos a la sensatez y a la apuesta racional por los mejores. Recién reinstaurada la monarquía, Luis XVIII quiso premiar a Hugues Du Roy de Chaumereys, un furibundo opositor a Napoleón que había obtenido el título de capitán en el exilio sin tocar el timón, haciéndose fuerte en la parrafada afín, los despachos y los bailes. Y no se le ocurrió encomienda más alta que otorgarle una misión que exigía un liderazgo más sólido y experimentado: el de guiar una de las naves más modernas de la nación a África, donde tenía que tomar posesión de su cargo el gobernador del Senegal.

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La Medusa partió de costas francesas el 17 de junio de 1816 con toda la pompa que el reino reservaba para sus misiones diplomáticas. Hugues, que no tenía ni idea de navegación, se hacía asesorar por un hampón. Y entre ambos cocinaron un viaje que ya desde sus primeras millas se aventuraba como un ejercicio descomunal de soberbia. Al igual que ocurrió con el Titanic, el capitán optó por forzar al timonel, haciendo caso omiso de las luces de advertencia que le enviaban las corbetas de compañía, empeñado en demostrar su potencial, sin importarle lo más mínimo dejar atrás al resto de barcos. En pocos días, la fragata se vio sola, de nuevo sin que su líder supiera entender los mensajes de los más avisados de la tripulación, que habían comprobado con horror como el agua se iba enturbiando, señal inequívoca en alta mar de la presencia de bancos de arena. El capitán, enfebrecido, no se detuvo. El naufragio se hizo inevitable. Mientras la tripulación luchaba inútilmente por enderezar el barco, Hugues elegía entre bambalinas a los ocupantes de los buques salvavidas. 147 personas quedaron sin sitio, confiados en la improvisación de uno de los marinos, Espiaux, que había improvisado una balsa desmontando a cuchilladas los mástiles del barco. La idea era que los botes tiraran del engendro robinsoniano de Espiaux, pero pronto la vanguardia descubrió que el peso era excesivo y sin mediar aviso cortó los amarres. Los marineros se quedaron abandonados a su suerte, con apenas cinco barricas de vino, dos bidones de agua y una caja de galletas, desesperados y sin ganas siquiera, en su perplejidad, de seguir abucheando a Hugues y al gobernador, que huían ya por la última lámina del horizonte.

La primera noche, en un movimiento brusco de la mar, se fue a pique toda la provisión de agua. La balsa era pequeña y únicamente las posiciones del centro aseguraban la supervivencia. Se desató entonces el infierno. Compañeros de aventura matándose con lo que tenían a mano, completamente enloquecidos por el vino, el calor y el hambre, apilando cadáveres por temor a los dioses, alumbrando, con esa sensación alucinatoria que da la cercanía de la muerte, todo tipo de ideas macabras. El hombre devoró al hombre. Lo laminó, se bebió su orina. Después de trece días, los 28 hombres que seguían a bordo fueron avistados por un barco. Y en tierra, el testimonio de los supervivientes en la prensa desmintió la versión del Gobierno. El escándalo fue mayúsculo. Ya Géricault preparaba su gran óleo. Las medusas mordiendo entre la sangre.