Bastaron apenas veinticuatro horas. Un prodigio si se considera que los medios técnicos disponibles en los ochenta, años fecundos para la imaginación y para el ilusionismo de la ciencia, eran muy inferiores en cuanto a precisión y alcance a los actuales. La hazaña, en cualquier caso, fue por partida doble: primero, por la sofisticación de los expedicionarios, que lograron en tiempo récord su objetivo, pero también por la ejemplaridad del gobierno francés, que no dudó ni un instante en orquestar un tipo de campaña que a España únicamente le sale cuando apuntan los focos acusadores de la tele: la búsqueda en alta mar de uno de sus principales yacimientos subacuáticos.

La de La Medusa no fue la única campaña arqueológica ordenada por Francia. Hubo precedentes, aunque quizá ninguno con tanta carga sentimental para un pueblo al que Voltaire y compañía, con todas sus contradicciones, quisieron convertir en paradigma de la razón y de la ética. La empresa no era fácil, a pesar de que el lugar venía acotado por los testimonios de los supervivientes y las referencias de las cartas náuticas. Los investigadores, dirigidos por Jean-Yves Blot, se valieron de sondas. Y la primera jornada dio resultado. En la zona de Arquin, conocida por su concentración de arena, fueron localizados los restos despedazados de la nave. Una vez localizado el pecio, los siguientes pasos fueron aún más exitosos; lejos de especular con la carga, el Gobierno ordenó su custodia en el Museo de la Marina de París, en la famosa plaza del Trocadero, donde forman parte de una secuencia expositiva en la que narra pormenorizadamente el hundimiento y la posterior suerte de los tripulantes. La arqueología entendida como principio de la construcción de la historia, sugiere Javier Noriega, de la empresa Nerea. España cuenta con decenas de episodios de importancia en miles de puntos del planeta como para empezar a tomar nota.