Su pelo, hecho de caracolillos silvestres y repliegues escultóricos, era el único pelo que puede ser en sí mismo toda una historia de Hollywood. Ninguna cabeza, ni siquiera la de las de las mujeres, muchísimo más trágicas y torrenciales, representa mejor al cine clásico. Por lo menos hasta su madurez, que fue también súbitamente la huida hacia la calvicie, con su inversión excesiva del éxito y de la narrativa del contra alisado. En los setenta, con cada mechón que se apeaba de la frente de Ray Milland iba desertando una época para refugiarse para siempre en los negativos de Billy Wilder, donde, al contrario que en la tumba del poeta, si se mira de cerca y con lupa, quizá se puedan sentir las luces y la noche. Ray se había convertido definitivamente en dos cuando paseaba por la costa, el uno, actualísimo y de trapería de veraneante, y, el otro, mucho más icónico, de factura reverencial, dependiente de la vida de marioneta que le queda a los actores cuando se va perdiendo la otra en el espejo impuntual de la pantalla.

El actor que había enamoriscado hasta el escándalo a Grace Kelly, el hombre que lo había sido todo, abría la puerta de su casa de Marbella y miraba elegantemente al mar con la seguridad de no ser reconocido por nadie; si acaso algún cinéfilo despistado o las vacas sagradas de la industria que todavía abundaban por la Milla de Oro. Su rostro, como su pelo, se difuminaba, abriendo en canal la brecha con el que había sido y fundando un ocaso tan lento como fecundo en proyectos e interpretaciones. Después de ganar el Oscar, de instalarse en el firmamento con plaza de reservado, Ray Milland eligió lo de los toreros y murió con las botas puestas, sin importarle lo más mínimo pasar del centauro a la vaquilla y con una vivienda en Marbella para no hacerse mala sangre. Fiel a la credibilidad que destilaban sus actuaciones, el actor fue aceptando a cada paso, y con simpatía, todos los novelones en forma de vida que le iban echando a su carrera los de Hollywood; si no le llegaban requerimientos para obras maestras -él insistía que era por culpa de la calvicie- se ponía a dirigir; y si tampoco le iba demasiado bien con la batuta, que era su pasión original, confería el mismo acabado y credibilidad a todo lo que iba saliendo, desde coqueteos con la serie B y la ciencia ficción a su intervención en Love Story, a la que definió con esa mezcla de honestidad cruda y autoexigencia que marcaba la mayoría de sus manifestaciones: «Es una película espantosa».

Nacido en Gales, con un pasado, incluso, de miembro de la Guardia Real Británica, Ray Milland aportaba su perfil de caballista a todas las geografías de la provincia por las que se adentraba con su señora. En Marbella se afanaba en practicar lo que cualquier analista clínico, y con ojo para la comparación, no dudaría en definir como el antiFrank Sinatra. En lugar de dejarse tentar por el escándalo y exponerse a las manías sedientas de los paparazzi, el actor jugaba al golf, cultivaba la amistad de los vecinos y repasaba apaciblemente los papeles que todavía le proponían desde todas partes. Una vida con trasfondo de catequesis para la que siempre demostró talento e inclinación; incluso cuando le rondaba Grace Kelly, entonces un tifón sexual 24 años más joven. Ray Milland era de puertas para adentro la frustración continua del papel couché; un tipo que no daba un ruido, casado con la misma mujer durante más de medio siglo y del que se rumoreaba, por ausencia de vicios, que hasta era abstemio, lo que contribuye a dar más mérito si cabe a su oscarizada participación en Días de huella, en la que encarnaba, a las órdenes de Billy Wilder, a un escritor desesperado y alcohólico.

Alabado por la crítica, artista fetiche de toda una década, Ray Milland tenía hechuras de grande; incluso en la manera de dudar públicamente de sus habilidades. De hecho, fue el propio Wilder el que se empeñó en convertirle en protagonista, con un golpe, además, de director, sin escuchar las protestas del orfeón de envidiosos. El actor tuvo una eternidad indiscutible y diluida, que lo mismo asoma con Hitchcock y con Fritz Lang que en ensayos experimentales. Aquí, en 1978, decidió vender su casa. Y lo hizo en uno de sus imperturbables arrebatos de voluntad: creía que todavía le quedaba mucho que decir en la profesión y que para lograrlo era indispensable volver a Estados Unidos y abandonar la residencia nómada por etapas. En las avenidas de la Milla de Oro, con piel viva de fotograma, aún queda algo de su perfil maduro, parecido, en cuanto a brega y contundencia, al que revestía a Orson Welles por las calles de Ronda. Una leyenda, un galán despojado en sus costumbres y finalmente también en su cabellera, triunfante, pese a todo, en el Oeste de Hollywood.

Hacia el anonimato de la playa

El prolífico intérprete de Crimen perfecto se convirtió en uno de los artistas más queridos de Hollywood entre las décadas de los años treinta y los cincuenta. Su carrera, irregular, aunque siempre elogiada por la crítica, terminó sumando la imponente cifra de 150 títulos, a los que se agregan los cinco proyectos que asumió como director. Su excelente actuación en el clásico de Billy Wilder le valdría también el reconocimiento de Cannes. Entre las leyendas que se le atribuyen, vivir a base de café y pan tostado para preparar su actuación más celebrada y conocida.