Quieren dividir el mundo en blanco y negro. París era la capital del pecado. Pronto habrá también una justificación torticera para la barbarie de ayer. Se trata de cambiar Europa. Eliminar las zonas grises a bombazo limpio. No hay sitio para zonas grises en un mundo que sólo se divide entre creyentes e infieles. También, los malagueños que viven en Bruselas se habían acostumbrado de alguna manera a convivir con el miedo. En el supermercado, en el bar, en el centro comercial. Total, nunca, desde que se produjeran los ataques a la sala Bataclan, el nivel de alerta por amenaza terrorista había descendido del tres. Traducido al lenguaje de las autoridades, esto suponía que el peligro era posible, pero no inminente. «Te acostumbras a las fuertes medidas de seguridad. A los soldados armados con metralletas que te saludan de forma amable en los centros comerciales». Marta Espartero es del Perchel y se encuentra en Bélgica disfrutando de una beca Erasmus. Ayer iba a dirigirse a Zaventem, el aeropuerto más grande de Bélgica, para coger el vuelo Bruselas-Málaga de las 15.30, con la intención de pasar la Semana Santa en casa. Eso fue antes de que lo posible se volviera inminente.

Los atentados en Bruselas no son ninguna sorpresa. La amenaza estaba más presente que en otras capitales europeas. Ya, después de París, hubo un fin de semana en el que esto parecía una ciudad fantasma, recuerda Marta. «Lo único que se veían en las calles eran los tanques blindados». Ayer, la alerta se hizo viral. Hasta que llegaron los primeros whatsapp de preocupación, todo iba camino de una mañana cualquiera antes de tomar un avión. «Mi madre empezó a bombardearme a llamadas y mensajes. Traté de tranquilizarla. Realmente, me siento mal por mi familia que lo está pasando mal». A pesar de todo, a Marta el terror le pilló en pijama. La tragedia rozó la provincia en la otra punta de la ciudad y con la segunda entrega del drama.

Bruselas es un gran ciudad. Colorida, alegre, bulliciosa. Internacional en todos los sentidos. Los millonarios franceses que huyen de pagar impuestos conviven con funcionarios del este de Europa, y los inmigrantes de Marruecos se mezclan con los congoleños procedentes de las antiguas colonias. Tres de cada cuatro habitantes en Bruselas son extranjeros o tienen un pasado migratorio. Las calles alrededor de la parada de metro de Maelbeek siguen acordonadas. Por aquí pasa Mariano Rajoy cuando queda con Ángela Merkel, y también lo hizo ayer Jaime Ojeda. Un joven de Torremolinos de 23 años que está ejerciendo de periodista en la capital belga, después de acabar su formación en la UMA. Como todos los días, a eso de las 9.00 de la mañana, Jaime se subió a la línea 1 del metro con parada en Maelbeek. Con la oficina a pocos metros de la boca del metro, no le dio tiempo ni a sentarse. «Mi jefe me dijo que bajara que había habido una explosión en el metro. Cuando volví, la imagen era aterradora», recuerda el joven. Humo, polvo, cristales y un certeza. La casualidad había jugado a su favor. «Ahora no me doy cuenta de lo cerca que he estado de morir», explica quien ha estado a punto de subirse a un viaje sin vuelta.

Silencio. Andrea Rodríguez, Ana Barrera e Inma García comparten piso a cinco minutos de la Grand Place. A pesar de la recomendación de no salir de casa, estas tres malagueñas quisieron asomarse ayer al centro neurálgico de la ciudad. Ahora, les cuesta acordarse de cómo era la plaza cuando está viva. «No hay nadie en la calle», relata Ana. Acaba de hablar con su madre, que le ha dicho que le saca un billete, aunque los vuelos de Málaga-París ya estén a 300 euros. «Me da pánico sólo pensar en subirme en un avión», dice. Mientras, el número de muertos sigue al alza. Hay silencio en la plaza. Realmente, Bruselas se siente como muerta.