Hay un tipo de español, previo incluso al atletismo, que siempre corre. Lo hace, y ahí está la gracia, en todas direcciones, y con una falta de refinamiento en la ejecución que recuerda a los carrerones de la infancia, cuando el mundo era todavía al trote y sin que eso significara más que una forma de estar en la vida y, tal vez, una afección nerviosa. Corre ese español ajeno a la fruslería del olimpismo, movido por una aceleración repentina y desnortada que tiene su origen probable en las catacumbas de Freud y que a estas alturas lo mismo da ya que venga de la ETA que de una chilena de Zarra. De este tipo de corredor, protagonista entre las masas, se dan muchos en los paseos marítimos. Y, especialmente, en Puerto Banús, donde la gente acostumbra a darse a las gafas y al moreno de Fundación FAES y a salir por ahí por si aparece algo, aunque sea un Jesús Gil, que llevarse a la boca. Con Mariah Carey, hace ya quince años, se vivieron arranques, pisotones, cabriolas de urgencia portentosas; gente corriendo repentinamente detrás de otra gente que también corría y con un grupo además al fondo de puristas, de esos mismos, españolísimos, que corren sin enterarse, pero nunca dejan de correr al fin y al cabo.

El caos que sembró la cantante en Marbella tuvo que ser antológico; nadie, salvo los fotógrafos convenientemente avisados, se esperaban su presencia, que para los más cercanos fue una sonrisa encastillada entre las cámaras y para los corredores rezagados apenas un par de centímetros de piel viva, una iridiscencia que si se estira, y tamizada por la popularidad, lo mismo hasta llega para romper el hielo con la familia en los bautizos y comuniones de los próximos setenta años. De repente, esa mañana de luz blanca, se convirtió en el día en el que se vio a Mariah Carey, y así habría continuado, de salto a salto en conversaciones privadas, si no hubiera sido por la televisión, que fiel a su naturaleza impertinente, no tardó en arrebatarle a los testigos el componente de secretismo que siempre demanda toda buena historia. Minutos después de que la artista se paseara por Puerto Banús, su rostro, ligeramente a lo Gauguin, circulaba ya por todos los canales. Y esta vez por la animosidad de la prensa, sino por una actitud, la suya, a la que sólo le faltaba la tartera y el parasol para simular el cruce entre una diva del pop y una marquesa endomingada. La artista, en su visita, se marcó una puesta en escena extraordinariamente ambigua en cuanto a sus inevitables implicaciones mediáticas, un movimiento a medio camino, discreto y ampuloso, en perfecta confusión de guardaespaldas, saludos y golpes de intimidad con la sandalia.

Nada más pisar el paseo marítimo, y con los más próximos todavía boquiabiertos, Mariah Carey enfiló un paseo de doscientos metros. Había salido de un coche de lujo, envuelta en un tul de gente, y al final del trayecto la esperaba Luis Miguel, su novio de entonces, con el que no se privó de arracimarse -y hacía bien, qué diablos- ni siquiera frente a las cámaras. La gente del corazón estaba en éxtasis. En apenas diez minutos se habían tropezado con una secuencia que define por sí misma la quimera total del periodismo en rosa. Si alguien en ese momento hubiera tenido trillizos mientras se divorciaba de un torero el júbilo habría sido completo, con los fotógrafos pasando al puro directamente y tirando al mar sus instrumentos de trabajo. La pareja, que se había conocido meses antes en Aspen, era puro oro para una temporada de chismorreo que ya empezaba a abrir las puertas berlusconianas del infierno y dejar asomar por la Costa del Sol al animalario seglar de la programación.

Durante los días que pasaron en Marbella, Carey y Luis Miguel, fueron perseguidos en la medida de lo posible por toda clase de reporteros y pirañas; sin embargo, a ellos, no parecía importarles. Hace falta leer mucho a Danielle Steel y meter la cabeza todos los días después de la ducha en un bidón de melaza para entender el grado de cursilería que podría destilar para el paseante neutro la unión de los dos cantantes. Al lado de la pareja, una porción estándar de algodón de azúcar sería existencialista y fumaría por los tejados. Por eso, se admite, el asunto daba morbo. Y también porque el dinero siempre atrae. Los artistas no viajaban precisamente para ejercer de pobres. La cantante, en pleno cambio de contrato y multinacional, había venido a grabar entre Ronda y Marbella. Y Luis Miguel, que andaba de descanso, aceptó acompañarla. Además, a bordo de su yate. Como si España fuera todavía en el siglo XXI ese país en el que dos estrellas del pop se pueden meter en un barco y esperar que la gente siga a lo suyo en la orilla, pelando la pava y comiendo tortilla de camarones. De aquel viaje, quedan recuerdos finísimos y aterciopelados; la pareja en la Olivia Valère, en los grandes restaurantes. Y también una banda sonora, la de la película Glitter, que, por suerte para Carey, no pasará a la historia. Poco más tarde el romance se acabó. Digamos que salió corriendo, con toda su sangre española.