Cuando un gobernador civil era cesado o trasladado a otra ciudad o a un cargo superior, el sustituto, tras la toma de posesión, procedía a renovar los cargos más representativos de la ciudad, como el alcalde, el presidente de la Diputación, el delegado de Información y Turismo, el de Sanidad… Los gobernadores eran auténticos virreyes y hacían y deshacían a su gusto sin tener que dar explicaciones a nadie. Me refiero concretamente a la etapa franquista.

Para ocupar uno de esos cargos que hoy son elegidos por medios democráticos, salvo los que llegan mediante el dedazo (asesores), un gobernador entrante de aquella época se fijó en una persona que él consideraba idónea para determinado cargo. El escogido fue el primer sorprendido por la decisión de la máxima autoridad provincial. Un poco azorado por la responsabilidad que iba a asumir se reunió con un grupo de amigos para comentar lo que le venía encima.

En el diálogo con sus amigos y compañeros de profesión dejó escapar una frase un poco ambigua. Dijo más o menos: «La verdad es que no sé qué es lo primero que tengo que hacer». Un de los concurrentes -Juan Barrionuevo España- le ayudó con el siguiente consejo: «Lo primero que tienes que hacer es cambiar de sastre porque vistes muy mal».

Lo que de momento no se ha incorporado al lenguaje familiar es la costumbre de los norteamericanos que sin el menor pudor hablan del precio de los trajes y de los zapatos. En diálogos de muchas películas se oyen expresiones como «lleva unos zapatos de 300 dólares», «viste trajes de 800 dólares»... Esa costumbre todavía no la hemos importado.

Traje para jugar al billar. La exquisitez en el vestir la encabezaba un señor de Málaga que cuidaba su vestuario como un dandi. Disponía de trajes, chaquetas, pantalones, sombreros, corbatas, zapatos, pañuelos para el cuello, pijamas, batas de casa… en gran cantidad y calidad, e incluso un traje para ¡jugar al billar!

Los jugadores profesionales del billar usaban en aquellos años un uniforme o indumentaria especial, consistente un blusón negro a la caja que abrochaba de izquierda a derecha. Él no era profesional del deporte de los tacos y carambolas, pero, cuando jugaba al billar con sus amigos en su mansión de La Caleta, se enfundaba el traje de marras, igual al que lucía el campeón de España de aquellos años y que se apellidaba Domingo, si la memoria no me deja en ridículo.

Pasión por los uniformes. Hay personas que se pirran por lucir un uniforme aunque por su profesión u oficio no tengan derecho a hacerlo. Dejando a un lado a los militares y otros cuerpos armados, hay oficios y profesiones en los que el uniforme se usa para determinados actos y los que por obligación han de usarlos a diario.

La definición académica de uniforme me exime de extenderme en este caso: «Traje peculiar y distintivo que por establecimiento o concesión usan los militares y otros empleados o los individuos que pertenecen a un mismo cuerpo o colegio».

Este privilegio o concesión alcanza desde los magistrados cuando presiden un tribunal de justicia hasta los dependientes de grandes almacenes, abogados, trabajadores de grandes industrias, conserjes, chicas de servir con delantal y cofia, barrenderos, repartidores de butano, porteros, acomodadores de cine y teatro y un larguísimo etcétera.

Pero hay miles, cientos de miles de personas o individuos, que al no pertenecer a colegio o estamento determinado de la sociedad, no pueden acceder al uniforme, como en el caso, por ejemplo, de un periodista, que no tiene por qué vestir de uniforme ni cuando está en la redacción de un periódico ni cuando entrevista a un ministro o a un futbolista.

Pues bien, dentro de ese amplísimo segmento de población que no tiene derecho a utilizar uniforme se dan casos de desengaño, de sentirse marginados por no poder lucir la prenda que les está vedada por no ser cobrador del frac o conductor de autobús urbano.

He conocido casos de personas que a toda costa querían equipararse a los favorecidos por su condición de uniformables... y que cumplieron su deseo a riesgo de hacer el ridículo.

El de la Policía Municipal. Recuerdo un caso de un concejal del Ayuntamiento de Málaga que al serle confiada la delegación de la Policía Municipal se hizo un uniforme de este cuerpo para sentirse más unido al mismo. Y usaba el uniforme con su gorra de plato y todo, pero sin galones. Parecía un policía municipal más.

Otro caso fue el de un malagueño que fue elegido presidente de un club deportivo. Tenía admiración por los uniformes… y decidió inventar, con la ayuda de un sastre, el uniforme de presidente. Sus sucesores en el cargo obviaron seguir la pauta del anterior.

Un joven, también pirrado por los uniformes, accedió a la Cruz Roja para no recuerdo qué función. Lo primero que hizo fue encargarse un uniforme que casi lo confundía con los auténticos oficiales del benemérito cuerpo.

Un día apareció en la plaza Queipo de Llano (hoy plaza de la Marina) frente a la Diputación Provincial un individuo luciendo un espectacular uniforme, que lo mismo podía ser del almirante jefe de la armada de la URSS que del portero de un cabaret del barrio portuario St. Pauli de Hamburgo. Ni había bajado a tierra de un buque de guerra ni se había escapado de la entrada de un local de strip-tease. Se trataba del policía municipal (el único, porque no había otro) de un pueblo de la Axarquía, y omito el nombre por respeto a la localidad.

Al parecer, el alcalde de entonces no sé si dio el visto bueno a la espectacular vestimenta o el policía en cuestión se lo inventó con la ayuda de un sastre.

También llamó la atención por aquellos años -la década de los 60- la motocicleta que usaba un jefe de la policía municipal de uno de los pueblos de la Costa del Sol. Tenía más adornos y cromados que una atracción de feria.

Un pecadillo venial. Yo cometí un pecadillo, digamos venial, al complacer a un señor, que no llegué a conocer personalmente, que quería ver su nombre escrito en un periódico. El motivo no importaba. La petición me la hizo llegar en varias ocasiones el fotógrafo Bienvenido Guirado, redactor gráfico de Ideal, periódico de Granada en el que estuve varios años en la redacción de Málaga.

Bienvenido me lo pidió varias veces. «Tú -me decía- incluye su nombre en cualquier reseña».

Tantas veces me lo dijo que un día cumplí su deseo. Tenía en la memoria el nombre y dos apellidos; incluso hoy los recuerdo y podría volverlos a escribir en esta crónica. No lo pienso hacer porque me asusta que pudiera repetirse la historia.

Cometí el desliz de incorporar su nombre y dos apellidos a la relación de los deudos que en la sala de duelos del cementerio de San Miguel recibían el pésame de muchísimos malagueños que habían acudido al sepelio de una persona conocida y respetada en la ciudad. Entonces era normal que la familia doliente se situara tras el sepelio del difunto en la citada sala para recibir las condolencias de los amigos. La costumbre era hacer una inclinación de cabeza al cruzar ante la familia.

Al día siguiente, Bienvenido me comunicó que el interesado se había llevado un tremendo disgusto porque los muertos, los cementerios, las funerarias y todo lo que se relaciona con la muerte, le producía repelús. Total, que en lugar de hacerle el favor al publicar su nombre en el periódico, le ocasioné un mal rato, un tremendo disgusto según Bienvenido.

Pero la historia no terminó ahí porque varios días después me llamó por teléfono el jefe de Protocolo del Ayuntamiento de Málaga, Alfonso Prini, para pedirme la dirección del señor de marras porque la familia del fallecido quería darle las gracias en forma de recordatorio por su asistencia al sepelio.

No cumplí el ruego. ¡Menos mal!