­El cielo era gris. De una seriedad de albarán, quizá, incluso, demasiado adulta. Dentro de la librería, en la cristalera de la calle Granada, a pocos metros de la algazara incesante de las tapas y de los turistas, Inma Fuentes y Juan José Barrionuevo retiraban las pocas decenas de libros que todavía a esa hora poblaban las estanterías. Historias de dragones, de animales parlanchines, que, junto al cartel de cierre por reformas de la puerta y los paños que cubrían las paredes, contribuían a darle a la escena un aire apacible y a la vez teatralmente inanimado, como de arcón de marionetas durante las vacaciones de los niños y de los artistas.

Pocos minutos antes, la pareja de empresarios había anunciado a sus clientes en las redes sociales el cierre, tras 32 años, de Libritos. «Ahora veremos qué comentan, pero están ya escribiendo muchos», decía Juan José. Con un arraigo en Málaga como el de la tienda, no era difícil intuir el tono que poco a poco iban adquiriendo los mensajes: una melancolía como de fin generacional que recordaba a ese toque de queda mayúsculo que supuso para la niños de los ochenta, los mismos que se convertirían en los primeros lectores de la librería, la última emisión de Planeta imaginario o de La bola de Cristal.

El final de un negocio veterano, y más si se dirige a la parte más insobornable de la literatura, siempre induce a la nostalgia. Se va, y de manera irreparable, un trozo de esa utopía que envuelve la piel de las ciudades y que no es otra cosa que la ilusión, tan cara, de una biografía compartida. En el caso de Libritos, el ejemplo cobra despiadadamente un efecto sentimental, porque son miles los malagueños que se han acercado desde el establecimiento a la lectura. Inma habla de padres que fueron clientes y que ahora vienen acompañados de sus hijos.

En el fondo de la tienda, una mesita redonda de las que rimaban con los potros y el olor a cartulina es testigo mudo de la trayectoria de Libritos. Son muchas las generaciones que se han apoyado en su superficie. La pieza forma parte del primer mobiliario comprado para el local, en 1984, cuando los futuros dueños volvieron de un viaje a la feria Liber de Madrid con un proyecto y la cabeza llena de cuadernos de madera y personajes de Peter Pan que salían disparados hacia arriba al trastear las páginas del libro.

Libritos, en esa época, era una feliz locura. En Málaga no había ni hay librerías infantiles -acuérdense, en general, de lo de las mil tabernas-. Nadie en ese momento, tan atiborrado de fe en la cultura, podría haberles dicho a Inma y a Juan José que acabarían siendo el establecimiento de su género más antiguo de España. Y menos, después, de haber resistido a los innúmeros achaques apocalípticos de la industria y a un traslado provisional, el del callejón de la calle Císter, que se prolongó más de una década. En ese largo Rubicón fuera de la calle Granada, el negocio pasó algunos apuros, pero pudo salir adelante. En 2014, y una vez acabada la reforma de la judería, volvió a su espacio original, aunque, eso sí, en un entorno transformado, con más costes y menos clientes. La crisis, el cierre del grifo de los encargos por parte bibliotecas y el cambio de perspectiva de los colegios, que ahora negocian directamente sus libros con las editoriales, ha acabado por ahogar a Libritos. Juan José dice que aprovechará para adelantar la jubilación; Inma seguirá adelante con un nuevo proyecto, lo que no deja de ser heroico en un modelo de economía que sólo tiene aliento para la sistemática reproducción de lo mismo. «Esa mesa no la cambio por una de Ikea», indica. Y se emociona al referirse a los lectores, «sus niños». La oferta y la demanda mandarán, pero, para la vida de la ciudad, nunca fue ni será lo mismo.