bominó rápidamente de los castillos. De los sótanos con partituras, de las vendas, de las cirugías exageradas. Volvió del infierno con una gorra roja. Sin ganas de ocultarle nada al sol ni a las televisiones. Fue un vienés épico, de los que aportan a la música lo mismo que la luz natural a las mansardas. Con él la revolución aprendió que no es necesario morir del todo. Y que la Fórmula 1, con menos dinero y un reparto adecuado, puede dejar de ser ese espectáculo anestesiante, mezcla de locución y de moscas iracundas, que en España sirve para acompañar el vermú y fondear con dignidad en el torpor de la resaca. Junto a James Hunt, amigo y antinomia, fundó, para el deporte, una época imborrable; cada uno a su modo, preocupándose por no fingir y convertir en una nueva muestra de estilo sus viajes por Marbella; el británico, más recurrente, borracho y con las medias de media provincia colgándole de la cabeza. Y el austriaco, como si lo de veranear no fuera en el fondo con él, fiel a su máxima de alcanzar lo mismo, o casi, por el camino menos acelerado.

Si los niños hubieran estado al tanto no habrían dudado en señalar al cielo y decir: por ahí corre Niki Lauda. El piloto, tan acostumbrado a las velocidades de la tierra, tocó la Costa del Sol desde los cuartos traseros de un avión privado. Venía ya transformado en leyenda, con la inevitable gorra y un temperamento que habría sabido salir airoso del trauma del accidente. Tres años antes, el campeón del mundo había sido rescatado de las llamas en el circuito de Nürburgring, Alemania. Un trompazo por el que, incluso, recibiría la extremaunción y que a cualquier otro le hubiera llevado a abandonar la vida pública. O, como mínimo, a dejar el deporte, pero que, en el caso de Lauda, ni siquiera requirió la acción correctora de un equipo de psicólogos. Una semana después, casi convertido en un esqueleto de andamios, el vienés volvió a la pista. Y, además, sin sentimentalismos, quitándose el casco y terminando la carrera por la hermosa vía cholista, con la piel a trizas y las gasas sombreadas por la sangre. Fue la primera vez que el mundo veía el nuevo rostro de Niki Lauda y quizá el momento más emotivo de la historia de la Fórmula 1; para igualarlo a su colega y rival Hunt no le habría bastado ni con romper una botella de ginebra contra las ruedas y ni siquiera con despeñarse. La cara de Niki Lauda añadió una dimensión de más a la disciplina, algo más grande que el malditismo y que los dandis y que resiste tan bien la grandilocuencia como la ironía que le pusieron en España, donde la vida del piloto se transformó, incluso, en dos éxito del pop: el de Los Petersellers, con tanta mala leche como gracia, y el de Los Planetas, algo más discreto y metafórico.

Mucho antes de que a los españoles le diese por cantarle, cuando las carreras eran todavía un asunto minoritario, Niki Lauda ya había sido objeto de bromas pesadas. La más precoz, la de Hunt, que no dudó en intentar animarle a su modo destartalado. «Niki, es absurdo que sufras por tu cara. Ya eras horrible desde mucho antes». De los dos grandes campeones del momento, Lauda era el que menos papeletas tenía de estrellarse. Mientras que Hunt vivía y corría al límite, el vienés se desempeñaba casi con guantes y bisturí, dejando para otros la danza cruel de los grandes adelantamientos y de los volantazos. Sin embargo, fue Lauda el que cayó. Y también el que resucitó a los siete días, con prestaciones, además, con las que nadie se hubiera atrevido a soñar frente a la sepultura de Lázaro; en su regreso, el piloto no tuvo bastante con su monoplaza. También quiso volar. Y, para ello, en su primera retirada, creó una compañía de chárter.

A Marbella, territorio Hunt, llegó con su reactor. Y no precisamente acolchado en las plazas de acompañante. Lauda había puesto en pie un tipo de servicio en el que a veces se daba el gusto de recoger en persona a altos dignatarios. En la Costa del Sol le esperaba con la maleta el alcalde de Viena, Leopold Gratz, que, como el propio campeón en meses no muy lejanos, había disfrutado de un periodo de descanso en una de las clínicas exclusivas de reposo y sanación que por entonces maduraban en la provincia de Málaga. A la vista de un compatriota, la escena habría resultado tan grotesca como ver a Induráin volando en helicóptero con Solchaga; un tipo de excentricidad que tal vez sólo puede aceptarse en un país capaz de practicar por igual el culto a los pasteles y a la ópera. Lauda, al menos, tuvo esta vez la precaución de no ir tan rápido. Incluso, se recreó. Y en lugar de aceptar la invitación para pernoctar en la clínica, se dio, aunque con discreción, a los placeres nocturnos de la zona. En esa noche de 1979, antes de que el piloto se trasladara a Ibiza, se pudo ver por las calles de Marbella la estela de su gorra roja. Como casi siempre en la pista, tras los pasos de Hunt, viviendo una carrera en diferido de la que acabaría siendo ganador. El británico hizo bueno lo de ser joven y morir rápido; Niki Lauda siguió a lo suyo, superviviente de la combustión, el rayo, al fin, herido por la torre.