­Ninguno de sus remaches, ni siquiera el más altivo, había sido ajustado para pelear. Tampoco con la intención, fruto de numerosas reinvenciones, de cruzar aguas españolas. Y menos, en medio de las convulsiones de una guerra civil. El Castillo de Olite, botado originalmente en Holanda con el nombre inextricable de Zaandijk, estaba construido para tener una vida pacífica, sin más sobresaltos que las borrascas y el oleaje alto de la mar. De hecho, ni siquiera contaba con cañones, que fue un añadido genuinamente nacional. En sus primeros años, el buque, un mercante pesado y poco dado a la efervescencia de las fugas, se limitó a cumplir con su destino: el de hacer rutas comerciales, fundamentalmente entre Europa y las antiguas colonias de Java y Sumatra.

Durante la siguiente década, el buque que protagonizaría la mayor catástrofe naval de la historia de España fue mudando sistemáticamente de naviera y de nombre, pero sin cambiar, por apetencia y contrato, de motivación. En 1936, mientras el país que sería su último destino clamaba entre las balas, la nave daría un salto significativo en su evolución al ser adquirida por la Unión Soviética. Los rusos cometieron el error de llevarlo a faenar por el Estrecho en plena contienda. El Posthisev, que así se llamaba entonces, resultaría apresado por el crucero Vicente Puchol, perteneciente a la Transmediterránea. Los nacionales, que estaban deseosos de aprovisionarse de barcos con los que combatir a la marina, leal a la República, no tardarían en buscarle utilidad: la zona de combate, aunque para ello necesitaran someterlo a un complicado proceso de metamorfosis.

El mercante, rebautizado ya definitivamente como Castillo de Olite, en honor a la fortaleza navarra, fue enviado a la factoría de Echevarrieta y Larrinaga y trasladado en espera de destino a la base de Cádiz. Los técnicos habían endurecido su aspecto con la incorporación de armamento. Y con el visto bueno del ejército golpista, el buque, que conservaba en su memoria restos de los relajados exotismos de Sumatra, se convirtió en una máquina castiza de la insurrección. Sus misiones, eso sí, fueron pocas. Apenas estuvo cuatro meses en activo. Su último viaje, aparentemente sin excesivos riesgos, culminó el 7 de marzo de 1939. Las metralletas rodadas donde hubo peces de colores. El fin, también, del Zaandijk.