Un día que me acercaba a la redacción de La Opinión para entregar uno de los reportajes que cada domingo tiene el periódico la atención de publicar a doble página me crucé con un grupo de varias jóvenes, y sin intención aviesa, me fijé en una de ellas. Y me dije: ¡Vaya guayabo!

Dirigiendo mis pasos hacia mi destino, calle Granada, 42, recapacité sobre mi frase pensada pero no pronunciada, fijándome en concreto en la palabra guayabo. Guayabo es del género masculino, y el guayabo que acababa de cruzarme era una mujer.

Entonces tuve que rectificar para mis adentros y recapacitar sobre la incorrección que suponía calificar de guayabo a una joven. Contagiado por la machaconería de los políticos y políticas de usar los dos géneros (andaluces y andaluzas, compañeros y compañeras, ciudadanos y ciudadanas) para que las féminas no se sientan discriminadas, al regresar a mi domicilio recurrí al diccionario de la Real Academia Española para informarme sobre el caso que acababa de vivir.

Busqué guayabo en el diccionario, Decía, y dice: «Guayabo. M. Fam. Muchacha joven y agraciada». Total, masculino. Pero para estar en sintonía con el movimiento feminista y no ser tachado de machista, la próxima vez que me cruce con una muchacha joven y agraciada, en lugar de pensar o exclamar ¡Vaya guayabo!, rectificaré, y lo convertiré en femenino: ¡Vaya guayaba!

Pero no, una guayaba no es una mujer guapa, agraciada, bonita, joven… Una guayaba es el fruto del guayabo, porque el guayabo, además de ser esa muchacha joven y agraciada según la RAE, es un árbol de América que da un fruto conocido por guayaba. Resumiendo, que el guayabo con la que me crucé en la calle Granada no era fruto del árbol del mismo nombre sino fruto de una pareja de hombre y mujer nacida en el Materno Infantil o en una clínica privada.

La próxima vez que me cruce en la misma calle o en cualquier otra de Málaga, de Jaén o de Badajoz, con una chica agraciada digna de piropo aunque sea solo mentalmente, me abstendré de utilizar la expresión ¡vaya guayabo!, optando por otra similar, por ejemplo, ¡vaya bombón!... y volvería a caer en el mismo error porque el bombón callejero no es correcto porque se trata de una mujer. Lo cambio a femenino y me sale bombona, un antipiropo porque tiene claras reminiscencias butaneras, o sea, de bombona de butano. Y no es cosa de pensar y menos de decirle a una chica agraciada que es una bombona.

Total, que no puedo piropear ni en pensamiento ni en obra a una mujer porque corro el riesgo de provocar el enojo de los movimientos feministas, y más ahora que parece que piropear a una mujer en la calle puede considerarse como un delito similar al de los Eres de Andalucía -cuando la sucesora de jueza Alaya termine la instrucción del caso-, el de las tarjetas opacas o negras de Bankia, la herencia paterna de Pujol y lo que te rondaré, morena.

Esto, y otras situaciones análogas, me obligan a cambiar el chip, palabreja, que dicho sea de paso, no me gusta nada porque no es española aunque esté admitida. Para sustituirla, o para expresar lo mismo, tendría que emplear una frase, algo así como «tengo que modificar en mi sesera los circuitos que han quedado obsoletos y que hay que modernizar». Y esto es mucho pedir.

Tengo que ponerme al día para no caer en faltas o delitos de lesa humanidad cuando me refiero a personas, profesiones, oficios, actividades… Si me refiero a los españoles en general y no agrego españolas, puedo ser tachado de carca, machista o insolidario… y a tres años sin poder ocupar cargo público alguno. Esto último me importa un rábano porque mi futuro no va hacia la política por razones obvias, o por razones de edad, para decirlo más claro.

He empezado los entrenamientos seseros para no reincidir. Ya empiezo a decir colegas y colegos, maromos y maromas, escalichados y escalichadas, miembros y miembras (ya lo dijo una ministra una vez), sinvergüenzas y sinvergüenzos, futbolistas y futbolistos, ciclistas y ciclistos, portavoz y portavoza, amantes y amantas, dentistas y dentistos, majaretas y majaretos, majarones y majaronas, canguros y canguras, jóvenes y jóvenas, emperifollados y empirofolladas… con perdón.

Cuando se me acaben las tarjetas de visita, que cada vez utilizo menos, en lugar de poner bajo mi nombre «Periodista» quizá lo masculinice y ponga «Periodisto».

Avanzando en mis entrenamientos sin ayuda de un entrenador (ahora coach) cada día me encuentro con más interrogantes porque no es nada fácil asimilar las nuevas modas. Por ejemplo, si me encuentro en la calle a un amigo y me intereso por su salud, trabajo, situación familiar y otros tópicos, y le pregunto cuántos hijos tiene ¿tengo que especificar cuantos niños y niñas tiene? Podría ocurrir, en el caso de referirme solo a hijos, que él, adicto a las normas recomendadas por los sabiondos del poder, me respondiera que tiene tres hijas y un hijo.

Otro posible caso, que me recuerda cuando yo estaba en primaria y el maestro nos enseñaba la ortografía, las consonancias y todas esas cosas que uno ha ido olvidando, es el que se me podría plantear con otro matrimonio que me contara el disgusto que tenía al descubrir que uno de sus hijos (hijo varón) era homosexual y había decidido buscarse pareja para casarse. Me vería en la necesidad de quitarle hierro al asunto, de no darle importancia al caso, que ya no son las cosas como antes. Hasta el embajador de Francia en España se había casado con un hombre y su marido y era muy feliz. Le quise preguntar, pero me callé a tiempo, por la personalidad del futuro marido de su hijo… iba a decir de su nuera ¿o nuero? Desconozco si nuero es correcto o no. Por si acaso obviaré emplear la palabra en el caso improbable pero no imposible de que sea protagonista de una historia semejante. Su respuesta hubiera sido: «Mi nuero estudia, como casi todo el mundo, filología inglesa».

A estas alturas de mi existencia no estoy en condiciones de abordar el largo camino para hacer una tesis doctoral; quizá fuera más factible preparar una tesina, que es mucho más modesto y que apenas enriquecería mi currículo o currículum vitae como se decía antes, cuando el latín formaba parte de las asignaturas obligatorias del bachillerato de mi época. ¡Siete años de latín nada menos!

De aquellos años de latín me quedan, la verdad, pocas cosas, como el Musa, musae, el Pater noster, Habemus Papa… y poco más.

Escribir un artículo, un reportaje, una entrevista o una novela en estos tiempos, obliga al autor a hacer filigranas para no molestar ni herir a nadie. Tiene que aclarar el género masculino y femenino de cada personaje para que todos lectores (as) queden satisfechos (satisfechas).Nuestro rico vocabulario malagueño (a) se vería obligado a cambiar algunas expresiones de uso diario, aparte del guayabo y el bombón, como majarón, parguela, mariquitasúcar, tabardillo…

Quién sabe si la Junta de Andalucía crea un nuevo ente con el sugestivo nombre de Servicio para la Defensa de la Femineidad en Lengua de la Nación Andaluza (SEDEFELENA), con un presidente y una presidenta, dos vicepresidencias (una de por cada sexo), cuatro consejeros (dos por sexo), ocho inspectores y otras tan inspectoras, secretarios, secretarias, funcionarios, funcionarias, ocho coches de alta gama con lunas tintadas atendidos cada uno por un chofer y una choferesa… con sede en Sevilla, como está mandado.

Y pensar que toda esta faramalla empezó porque me crucé en la calle Granada con un guayabo…