Se encuentra en un callejón. Justo en la esquina. Pasa desapercibido si se va con prisas. Es un estudio fotográfico de barrio, como otro cualquiera. De los de siempre. Pero en su interior se encuentra un joven talento de fotografía. Es Salva Ruiz y vive de capturar emociones, de fijar lo efímero de un sentimiento. Lo que más le gusta es fotografiar bodas, es donde más cómodo se desenvuelve, y en esos eventos se encuentra su mejor trabajo.

Una pareja se abraza, el hombre le besa dulcemente mientra ella divisa el infinito; es la fotografía que le valió el Premio Camera Bronze mejor fotógrafo joven de Europa 2016. Con su cámara está traspasando fronteras, logrando su primera nominación ya en 2015.

Tan sólo tiene 26 años, pero puede decir con orgullo que puede vivir de lo que más le gusta, la fotografía. La pasión le viene de herencia, contando con un padre fotógrafo que fundó una empresa familiar donde hoy todos conviven.

Lejos de ser un problema, padre e hijo disfrutan trabajando juntos: «Cuando trabajamos juntos nos animamos el uno al otro, nos servimos de apoyo», cuenta Salva Ruiz con una sonrisa que no borra de su cara.

Es para estar contento, pues en su corta carrera su experiencia en premios ya es variada. Aún así, para él son lo de menos: «Los premios son una lanzadera, sirven para animarte a ti mismo, pero lo que más ilusión me hace es que mis clientes estén contentos». No puede en cambio esconder su orgullo por todo el sacrificio que ese premio representa: «Es una satisfacción increíble, cuando lo ves no te lo crees».

Él de momento puede creérselo, abriéndose un hueco en un mundo muy complejo donde no es fácil hacerse un nombre: «La fotografía actualmente está complicada. El digital en parte ha hecho que la figura del profesional se rebaje, hay mucho intrusismo laboral y no se valora tanto la calidad de una fotografía, sólo miran el precio».

Habla un chico para el que la fotografía lo supone todo, «sí, todo». Por eso desde los 16 años, cuando empezó un módulo sobre la disciplina, no ha dejado de evaluarse a sí mismo y seguir aprendiendo. Es su forma de crecer, así que más tarde se marchó a Madrid para hacer un buen máster, una experiencia que le sirvió para cambiar su fotografía.

A simple vista es un joven normal, que disfruta haciendo lo que más le gusta, pero si miran el trasfondo de su trabajo descubren que es algo más que otro cualquiera con una cámara: «Me diferencio en mi forma de ver la fotografía, en el aspecto técnico, la pose y su retoque artístico: los colores, lo vintage...».

Esa especialización que lleva como bandera tiene un precio, no es otro que el de la reconversión constante. Tiene que hacerlo para adaptarse, exigiendo ahora los tiempos la delicadeza de los sentimientos: «Ahora son muy emotivas, el fotógrafo recoge el día a día de la boda captando cada detalle único e irrepetible». Como ese instante en París, la fotografía que guarda con mayor cariño, con una pareja y la Torre Eiffel a sus espaldas.

Es así su trabajo, capturar la fugacidad de lo bello. Le sale de dentro y responde a la eterna pregunta: «Fotógrafo se nace». Él nunca dejará de serlo.