Escuchaban sonidos extraños. Un amalgama de sílabas y de lamentos que, bajo la piel sedosa de la fiebre, les agitaba aún más la respiración. Para algunos fueron voces, incluso insultos en lenguas desconocidas. Otros recordaban del balanceo, más dócil, de la balsa, del tacto de manos curtidas tirando con fuerza de sus cuerpos. Para los supervivientes del Castillo de Olite, más de seiscientos, la llegada a tierras murcianas no fue una bendición. Los menos adoloridos, únicamente tenían la certeza, que no era menor, de haberse salvado del ataque. El resto, quién sabe, lo mismo pensaba que seguía en el infierno. En aquellos días, próximos al final de la Guerra Civil, Cartagena, bajo un signo u otro, era de todo menos un dechado de organización. Los más de 300 heridos que tocaron tierra, muchos de ellos rescatados por los pescadores locales, que hicieron caso omiso a la orden de no intervenir, fueron destinados a un hospital de campaña; una clínica sin demasiados recursos en la que agonizaban algunos de los voluntarios de las Brigadas Internacionales. Enemigos a un palmo de litera, que no tardarían en quedar temporalmente aislados. Olvidados en la agonía del conflicto. Tampoco tendrían un destino muy diferente los 294 tripulantes capturados como prisioneros, que en primera instancia, permanecieron en una prisión situada en Fuente Álamo. Allí se mantuvieron hasta que los milicianos, ya convencidos de la derrota, dejaron de custodiarles y emprendieron la evasión. De toda esa memoria, investigada a fondo por arqueólogos como Juan Pinedo y Daniel Alonso, apenas queda un recuerdo tangible: el corpachón del Castillo de Olite, que se intuye sumergido en las aguas de Cartagena, en una lámina de mar en la que se superponen los restos de diferentes naufragios. Un rincón de la historia que, como decía el almirante José Ignacio González-Aller, es también una tumba de guerra. Y que exige protección, como pasado y como patrimonio.