Fue, a su manera, lo mismo que una revolución. Una hora de locura del materialismo histórico, con más piernas que condiciones objetivas y un dominio de las carantoñas que hubiera enternecido, en pleno aquelarre rodante, al mismísimo Robespierre. En la Costa del Sol, campo de juegos y perfidias, pocas veces se dio un azote tan perfumado y eficaz a la monarquía, que se vio repentinamente desplazada a las caballerizas, con toda su confusión de escenas de caza y genealogías mullidas en satén. Giannina Facio vino, vio y venció, para desesperación de la jet antigua, que no entendía cómo una latinoamericana salida de no se sabe muy bien dónde había sido capaz de trastornar al gran Don Juan y hacerle cambiar las mieles paladinas por una habitación de hotel. Mónaco, al lado de Marbella y de las caderas de Giannina, había quedado reducido a una carcasa, y ya en los primeros viajes de la actriz por la provincia, su fama la distinguía muy por encima de la corte de bellezas extranjeras que se pululaban alrededor del dinero y de los barcos de Puerto Banús; Giannina era, sobre todo, la mujer que había provocado que la princesa Carolina dejara a Junot. Y que, además, no contenta con eso, se ceñía al busto napoleónico de otro peso pesado con suerte: Julio Iglesias, recién divorciado entonces, de la actual novia de Vargas, el conocido escritor.

Veinte años antes de todo aquello semejante tarjeta de visita hubiera despertado la ira de las inveteradas mujeres del país; las mismas madres y esposas que denunciaron a Brigitte Bardot por dejarse ver en topless en Torremolinos, no habrían tenido reparo en condenar a Giannina, pero, en los ochenta, los tiempos habían cambiado, y ya no eran las lugareñas, sino los atildados señores del corazón los que temían la aparición de la actriz. Durante los primeros años de la década, fotógrafos y gacetilleros se ocupaban sin parar y en muchos casos desdeñosamente de Giannina, a la que la España de los tules y de los rosarios apenas perdonaba que se hubiera apuntado a la fiesta, seguramente sin sospechar que su fama, en esos días de ribetes rosas, acabaría por sobrepasar de largo la de la mayoría de las familias de apellido novelesco de la Costa del Sol. Giannina, a la que se consideraba una especie de misteriosa arribista, era en realidad la hija de un diplomático de Costa Rica a la que la popularidad, ya antaño evanescente, le llegaría a la postre con el efecto 2000, después de emparentar con el cineasta Ridley Scott, que, con sus aciertos y errores, sigue teniendo más caché para la historia que el padre de Enrique Iglesias y que un hortera cualquiera con yate y capacidad para el vodevil.

Aunque sea difícil de relacionar en pantalla, la actriz que interpreta a la mujer de Russell Crowe en Gladiator, es la misma que en los albores demócratas de final de siglo electrizó con sus conquistas a la sociedad marbellí. Francisco Umbral la definía en sus crónicas como una muchacha permanentemente asombrada, y decía algo que ni admiradores ni detractores se atrevían a contradecir: que en Marbella todas querían ser Giannina como antes habían querido ser Brigitte Bardot. La actriz, reina del verano, vilipendiada y sugestiva, supo sin duda entender el mecanismo de la baraja con la que todos jugaban en la Costa del Sol. Dio al pueblo, ellos y ellas, lo que el pueblo deseaba. Hasta el punto de elevarse como una divinidad alternativa y cobrar más de un millón de pesetas simplemente por tomarse una bebida con mucho hielo y dejarse estar ahí.

En 1984, mientras el socialismo se asentaba, todo Marbella era Giannina. Se la veía inaugurando un torneo internacional de polo. En las discotecas. Y sus pasos se sentían los de un ciclón; por la Costa del Sol, y a la vista de los focos, se paseaba con Julio Iglesias. Y hasta se montaba un epílogo amatorio con Junot, esta vez a puerta cerrada y en la finca de La Morocha, Estepona, para que las princesas no tuvieran que ir al quiosco a sufrir. Entre las aventuras de la joven Giannina Facio, hay milagros elaborados y otros que hasta cuentan con una corte de escribanos para la cosa de dar fe. Se dice que Dustin Hoffman se gastó veinte millones de pesetas en tres retratos de la actriz. Y, también, con mucho más fundamento, que en una de sus idas y venidas por España fue detenida en el aeropuerto de El Prat a lo mamá de Christiano, con más dinero del permitido para bajar en avión. A Junot, el vividor, lo había conocido donde, al margen de Marbella, se conocía por entonces a un vividor: en la mansión norteamericana de Gunter Sachs, otro de los grandes nombres de la época, también veraneante y muñidor de las fiestas de la provincia. Una curiosidad de mesa camilla: en los días en los que el deporte provincial era insultar a Giannina, se habló, incluso, de un posible romance con el líder provinciano de una secta bodeguera y televisiva actualmente investigado por sus sociedades offshore. Con aficiones de este tipo, no es extraño que en España triunfase el mus. Giannina era mortal y, por tanto, hermosa. Un espejismo del pueblo: sin tanto Grimaldi ni decoloración.