Los pájaros, esos músicos. El ruido de las pisadas. Algún verso antiguo, el ecosistema abrumador de los juegos, los gritos, la cosecha, los días de cante. Todo salvo un saxofón. Menos aún manoseado como si fuera una acuarela, con la trama diluida en una ensoñación, cálido y con cualidades de estanque, de precipicio melancólico. En la arboleda de Mijas que protegía la finca de los Getz, en contacto casi balsámico con Marbella, nunca se había escuchado una nota de jazz. No existía ni el más mínimo rastro, ni siquiera como eco ambulante de las nuevas ociosidades de la costa, de esa explosión de nocturnidad y humo que constituía, antes de su domesticación, el ambiente, entre hastiado y romántico, de los viejos clubes. Los muebles de casa habían sido recorridos por manos cetrinas, golpeados por balones de fútbol, arañados por cuchillos que sajaban decididamente melones y tomates antes de la hora de la siesta. Una vida de objetos plenamente andaluza, alejada de la extrañeza que los rodeó a finales de los sesenta, cuando todo empezó a ser misteriosamente sustituido por el ajetreo paciente de unos dedos largos y blancos de judío de Filadelfia, por sus tazas de café y sus bebidas, siempre sobrevoladas por improvisaciones de melodías y de síncopes, perdiéndose en algún lugar entre las nubes y las cabezas.

La Costa del Sol, en 1969, era un país de fronteras microscópicas. La bula moral emitida por el franquismo presumía un marco general de novedades que poco a poco iba llenándose de otros biombos, pequeñas islas dentro de una isla en la que para ir franqueando puertas se necesitaba algo más que las ganas de abrirse al mundo. En Torremolinos, en Marbella, no sólo se instalaban imitadores de los Beatles y de la copla, muchos músicos emergentes, algunos atraídos por el turismo, empezaban a interesarse por el jazz y por sus brumas. Surgían locales, cafés en las que mujeres y hombres, animados por ediciones pirata de Boris Vian o de Rayuela, discutían sobre discos y artistas hasta la madrugada. La inmensa mayoría sin sospechar que a apenas unos kilómetros vivía un saxofonista al que veneraban en una escala pasional casi religiosa y política, con esa sensación, tan propia entre los jóvenes de la época, en la que todo parecía estar inesperadamente cerca y a la vez todavía contaminado por los largos años sin ventilación y de encierro.

Mientras los aprendices de jazzistas apuraban sus licores y sus vinilos, Stan Getz, dominaba, como un dios secreto de verano, en las noches de la costa. El músico había aprovechado uno de sus confusos parones, a menudo trufados de alcohol y de angustia, para comprarse un cortijo en la provincia, en una zona a la que indistintamente llamaba en ocasiones Marbella e, incluso, Málaga y que en realidad pertenecía a Mijas, si bien camuflada por la vegetación y por la inexactitud con la que los turistas suelen liquidar las dudas con las distancias cortas. El artista, como ya había hecho en otro tiempo, quería romper con Estados Unidos y con el extenuante circuito del mundo del jazz, aunque en un rincón muy distante al que llegó a formar parte, en primera instancia, de su biografía de exilio intermitente; si anteriormente su apuesta había sido Copenhague, en esta ocasión, optó por la Costa del Sol, donde permaneció más de tres años, en una casa de campo que su mujer, Monica, definía como árabe y andaluza y en la que, a excepción de la cocina y la piscina, todo parecía coincidir con un modo de vida radicalmente opuesto al de Nueva York, más cercano al flamenco que al pulso electrizante de los rascacielos y de las locomotoras.

En la finca de Mijas, Stan Getz habitaba en un paréntesis tan letárgico y suave como el que mediaba entre muchos de sus solos. Algunos de sus biógrafos tildan el periodo de truculento, por más que las únicas huellas reales que dejara fueran tan pacíficas como borrosas: las visitas a la academia de tenis de Lew Hoad, los viajes por la playa, y, sobre todo, el contacto permanente con Europa, que tenía siempre como origen y destino el aeropuerto de Málaga. En uno de estos viajes desde la Costa del Sol, el saxofonista regresó a París y vio tocar a un trío que le sorprendió por su nivel y frescura, muy alejado del tópico del momento, que señalaba que el jazz, si es que era, nunca pasaba por Francia. Getz quedó tan impresionado y atiborrado de ritmos que al regresar a la finca no pudo cumplir con su plan original de descansar en la Costa del Sol y no volver a los escenarios ni a Estados Unidos hasta finales de año. La música, de nuevo, le había picoteado; en las noches siguientes, con los grillos de guardia y la bobina aún suave de las luces de la costa, tomó la determinación de llamar a los artistas de París y grabar lo que más tarde se convertiría en Dynasty, un disco especial, de pasajes improvisados, que precedería a otra gran aventura, esta vez a partir del rock, del estadounidense. Cuántos embriones de frases, de notas, de estados de ánimo, flotando sobre el tiempo. El ruido, no siempre sucinto, ni tan siquiera anodino, de la costa.