Tenía la cabeza, en su juventud, ligeramente ladeada, con esa angulación montañosa, hecha de saltos de pelo, que distingue de los Paquirrín a los pijos de rancio abolengo. Él, como Ricardito Bofill en España, representaba mejor que nadie el prototipo, entonces penosamente de moda, del aristócrata con americana y en vaqueros; era a la vez el estudiante de colegio de pago, el revienta herencias, el benjamín desdeñoso. Un tipo que había asimilado tan bien sus papeles que cuando salía de los rodajes seguía escrupulosamente y casi las veinticuatro horas dentro del guión. Incluso, en esa edad, ya de turista consolidado de la Costa del Sol, en la que la relación con la gravedad se reajusta, casi siempre desde la cumbre al interior de la camisa; Hugh Grant continuaba siendo Hugh Grant, jugando al golf y haciendo que todo el mundo en Puerto Banús pensara automáticamente en películas de sobremesa, quién sabe si con la rubia oficial del momento.

El actor, pese a sus altibajos, se acostumbró a venir a Marbella a hacer justo lo contrario al sufrimiento; visitaba a sus amigos, se iba de discotecas, arrastrando como única preocupación su tormentosa relación con la prensa. Hugh Grant, de reacciones a menudo iracundas, nunca llevó muy bien ser perseguido por las cámaras. Y no le falta razón. Sobre todo, si se usa como ejemplo uno de los reportajes que le clavaron en la provincia, en el que el titular «Hugh Grant comprando en una farmacia de Puerto Banús», dejaba ver exactamente eso, a Hugh Grant saliendo de un establecimiento, todo un hito de interés para el periodismo contemporáneo.

La obsesión de los reporteros del corazón con el actor inglés es extraordinariamente incomprensible. Y más porque Hugh Grant en sus vacaciones, no hace en público más cosas de las que se pueden deducir de uno de sus póster; al espectador medio le basta cerrar los ojos para imaginarle sin esfuerzo en una de esas situaciones que a menudo sueñan con arrancarle los fotógrafos. Incluida la del fiestorro que en 2007 se marcó en uno de esos locales nocturnos que las grandes plazas turísticas suelen utilizar para hacerse el harakiri estético. A Hugh Grant se le vio entonces entre luces estroboscópicas y música taladradora, totalmente entregado, lo que fue usado con malevolencia por la prensa inglesa. Se dijo que el actor estaba borracho y que había intentado ligar con las gogós e, incluso, transaccionar con mujeres de alterne. Una acusación que era particularmente dolorosa para el actor, que ya había sido detenido en Los Ángeles tras ser sorprendido en un coche con una prostituta. De nuevo, volvió, con su habitual elegancia, el sensacionalismo británico: poniendo como testigo de los hechos a una mujer que aseguraba haberlo visto pasado de rosca, como si a esas discotecas se fuera a escribir un alejandrino a la italiana o a solucionar un sudoku.

Grant se ofendió por las publicaciones, pero no la tomó, en ningún caso, con la costa. Siguió siendo, aunque con un poco más de discreción, un visitante fiel, alternando zonas como las Bahamas con Marbella. Tanto le gustó la vida en la provincia, que se acabó comprando una mansión en La Zagaleta. Y no por recomendación de algún avispado hombre de negocios, sino por decisión propia. Bajo su imagen impecable de yuppi, Grant escondía virtudes menos fáciles y visibles: la primera, y más extraña, dado el perfil común de sus personajes, la titulación con honores en literatura inglesa, y, la segunda, la de ser un talentoso inversor inmobiliario. Sin duda, con Marbella no erró el tiro. Y menos aún porque era uno de los lugares del planeta que más posibilidades ofrecía para la práctica de dos de sus grandes pasiones: el golf y, por supuesto, la noche.

Como vecino de la Costa del Sol, Hugh Grant ha tenido la oportunidad, con todas las reservas excepcionales, de profundizar a su modo en la cultura española, con la que ya estaba familiarizado por el rodaje, en 1987, de Remando al viento, la película de Gonzalo Suárez en la que curiosamente acabaría conociendo a la actriz Elizabeth Hurley, su novia en la época, amarga a la postre para él, de los juegos de carretera en Los Ángeles. Fiestas, amigos y fugas en verde por Marbella del gentleman sagrado de principios de los noventa, casi siempre con el séquito de cámaras alrededor, sedientas de banalidad a buen precio de mercado. Compró en una farmacia, oigan. Si ése era el rasero, es normal que el lisonjeo y la lujuria y hasta su destreza con el swing resultaran un escándalo.