Quizá, si alguien escarba, entre la maleza, pueden aparecer restos de bolsas. Un trozo de metal achicharrado perteneciente a una lata de cerveza o de refresco consumida por alguien hace veinte años, durante una tarde pastosa, en mitad de la nada. El paisaje pelón, sin demasiada imaginación geográfica. O al menos, no tanta como la que acude puntual a toda mención de bosque. Si Naomi Campbell fue una ninfa, que lo fue, se quedó en Marbella sin cubierta verde, sin su dosel de hojas. Y, además, a conciencia. De todos los rincones posibles del mundo, la modelo eligió un claro descuidado de la ciudad para rodar parte de su primera incursión en la música. Y lo hizo a toda prisa, emparentándose, en tanto que ruido y fugacidad, con el estremecimiento del rayo.

Esa tierra anónima y amarillenta, intercambiable, en su atonía, con tantas otras, forma parte hoy de cierta mitología secreta. No se sabe si el pasaje, en el que se intuye vagamente una montaña, sigue en toda su amplitud o si, por el contrario, ha sido mordisqueado por el afán constructor que distinguió a la costa a finales de los noventa. Tampoco es seguro que el suelo pajizo y empobrecido que aparece en el videoclip sea plenamente Marbella y no uno de esos puzzles modificados y de espacios superpuestos que abundan en el cine. Lo único que está claro es que la grabación incluyó a la ciudad y que fue sumamente discreta. Hasta el punto que todavía hoy la gente podía mirar el horizonte desde su bicicleta y señalar a un baldío como señalan los guías turísticos los pasos confusos de un profeta: ahí, junto a esos riscos,podrían decir, se supone que estuvo y bailó frente a las cámaras Naomi Campbell. En 1994, cuando sus ojos valían más que un Cézanne y las revistas pusieron de moda aquella cursilada nazi y tontiloca de la diosa de ébano.

Dejando al margen el tópico tostado, lo cierto es que los primeros contactos de la modelo con la provincia no contribuyen precisamente a desacralizarla. En los noventa, la Campbell se paseó en la provincia con las formas y los tiempos de las deidades airadas. Quizá, por eso, lo de hace tres años, con barra libre para el público y los fotógrafos, pudo parecer vulgar a la facción más lírica y purista de sus admiradores: Naomi, aunque con escolta, se dejaba ver. E, incluso, permitía que la fotografiaran en trances venusianos, con un bañador blanco, saliendo del agua.

Antes, en la provincia, el medio centímetro de Campbell se vendía más caro. Y eso que Marbella, adoctrinada en todas las malas artes y de manera exprés por el GIL, ya no era una ciudad cabaretera informativamente panoli. Por todas partes surgían paparazzis, pero la modelo corría más, atrincherada por un equipo que racionaba su imagen con exclusivas milimétricamente controladas y a precio de oro. Lo del videoclip, nadie se enteró. Y hubo algún diario que practicó la contrición; mientras todos se preparaban para seguir a Claudia Schiffer en su veraneo por Mallorca, otra supermodelo se colaba sin hacer ruido por la Costa del Sol. Y, además, con un equipo de cámaras. La modelo venía a rodar Tears and Love, su primer video en solitario, y la jugada, en lo que se refiere a los moscardones de la prensa, le salió redonda. En ese viaje, al contrario que el más reciente, nadie pudo presumir de verla a plena luz del sol paseando entre el pueblo extasiado del casco histórico. La diosa, el rayo, cuidaba entonces sus revelaciones. Y si hacía falta renunciar al Marbella Club no le temblaba su pulso de supernova, hospedándose con la máxima precaución posible en hoteles de la periferia.

Tampoco necesitaba la diva que le prestaran un catálogo turístico para advertir lo que era Marbella. Y no sólo porque la costa, como el té, les venga dada de serie a los británicos. La relación de Naomi Campbell con la provincia está poblada de tozudos reencuentros: algunos tórridos y salvajes. Allí fue descubierto su novio Joaquín Cortés con una mujer, lo que le provocó una crisis emocional que algunos relacionan con un confuso episodio de intento de suicidio en Las Palmas. La modelo siempre ha sido un torbellino, un gag físicamente sublime y neurasténico. En 1997 la diva regresó a uno de sus paseos relampagueantes por la costa. Al más puro estilo de los borbones: aterrizó en su jet privado, fue recogida en limusina y participó en una fiesta en la Olivia Valére por el módico precio de tres millones de pesetas. De nuevo, su juego de gato y el ratón con los fotógrafos le salió favorable: fueron pocos los que consiguieron irse del entorno de la discoteca con una imagen de la modelo de las que sirven para decorar un dormitorio o un anfiteatro. La diva ejerció de diva: se encerró algunos minutos en el baño para dar la espalda a la prensa y exigió que todo el mundo bailara la música que le gustaba. En su última visita, justo después de separarse de un magnate ruso, la Campbell se guardaba el definitivo efectivo cósmico: alojarse cerca del casoplón de los Aznar. Un señor bajito y de Valladolid al lado de Naomi, nada más pensarlo hace que lo de Sarkozy parezca natural y equidistante.