A algunos se les vio por los alrededores. Montados, como centauros de baratillo, en las vespas. Quizá con aire de cazadores, aunque sin descender a la disposición marcial de los que se saben que tienen un arma y no sólo una lupa para contar historias sobre vidas ajenas. Lo que buscaban, en cualquier caso, era una pieza de culto. Una imagen que no sólo tenía valor en el aguafuerte pantanoso de Franco, sino también en Hollywood, donde a menudo los actores se dejaban capturar en mosaicos de carretera, sonriendo a trabajadores pobres, tan necesitados de argumentos. En la década de los sesenta fotografiar a Greta Garbo era como lanzar la caña por la ventana y pescar una estrella. Con la diferencia, en esta ocasión, de que la actriz se escabullía bajo la doble y precaria noche de sus gafas negras, esperando pasar desapercibida y desalentar a los que la acosaban en persecución de todo lo que ella más se había preocupado en ocultar: alguna información, por intrascendente que fuera, sobre su paradero, las muestras físicas de su madurez o las razones, aún en parte misteriosas, que la habían llevado a romper con el cine y con su orquesta adicional de focos y de gente de la prensa.

Dieciocho años antes, y en pleno bullicio de la fama, La Divina había hecho pública su decisión de dejarlo todo. Apenas tenía 36, una edad sospechosamente prematura para enunciar cualquier tipo de retirada. Viendo su carrera a contraluz, muchos podrían pensar que fue precisamente eso, lo inusual de su capitulación, lo que avivó el hambre de los periódicos. Sin embargo, sería ingenuo. Por más literatura que lo recubra, no hay misterio al que no le afecte el paso del tiempo y que después de tres décadas se mantenga inalterable. Y menos en el mundo del espectáculo, en el que los intereses van y vienen y las historias a menudo sucumben en la insignificancia. Si una actriz jubilada de 1905 continuaba siendo noticia en los albores de los setenta, cuando sus compatriotas andaban a la gresca por Vietnam, es porque ésta no era otra que la Garbo y eso siempre, entonces y ahora, se ha escrito con palio de admiración y palabras turgentes y mayores. Muy a su pesar, la diva nunca vio atenuarse la pasión que despertaba. Y si siguiera viva hoy es muy probable que tampoco lo hubiera logrado. Con el parte inevitable de daños para su intimidad, que durante una etapa amplísima de su vida se convirtió en lo que más ambicionaba. Por encima, incluso, de la condición, todavía poco discutida, de actriz universalmente reconocida en el firmamento mutante de Hollywood.

Cuando llegó por primera vez a la Costa del Sol, Greta sólo pensaba en escapar. Quería que la dejaran en paz, salir de la rueda inane de las fiestas, conquistar la soledad que su talento y las circunstancias le habían arrebatado. Decía que todo su tiempo transcurría en una cadena de pasadizos, de trampas diseñadas bajo custodia para evadirse de los otros. La diva tenía una idea de paraíso en la que sobraban las palmeras y los amaneceres adánicos. Y esa era a buen seguro su prioridad en sus movimientos por Torremolinos y Marbella. Y más aún después de que la prensa descubriera el piso al que se había mudado en Nueva York y se decidiera a acampar en la puerta para perpetuar su paso a la sesentena.

En sus primeros viajes en la provincia la Garbo logró cumplir su objetivo; su paso, más que documentado por cronistas, está trazado por saltos que hablan de un fantasma. En Torremolinos su presencia casi siempre se advertía a posteriori, dejando un halo de transformaciones que iban del bulo, a la confusión y la confirmación siempre discreta de los que la trataron. Estuvo en el Tres Carabelas, el famoso hotel que pasó a la historia por triturar a conciencia una escultura de Pablo Serrano. Y también en un punto indeterminado entre Benalmádena y el entonces municipio de Málaga, en un alojamiento lo suficientemente profesional para no dar acuse de recibo a la prensa y perpetrar la españolada.

Muy distinta, sin embargo, fue la visita de 1969 a Marbella. La actriz había vuelto a moverse con cautela. Venía a pasar unos días en casa de unos millonarios suecos instalados en la Hacienda Guadalmina, la misma donde hoy usufructua el cepillo de sus favores políticos algún que otro expresidente famoso. Greta Garbo conocía bien la zona por su amigo el príncipe Carlos Bernadotte, que falleció en Benalmádena, pero probablemente también por el relato de algunos de sus allegados de Hollywood, incluido Peter Viertel. Todos debían de haberle hablado de un terreno entonces despejado y desprovisto de trampas. Sin embargo, el candor, como las playas, también se pierde. Y bastó una mención vaga de su posible llegada para atraer a todo tipo de buscavidas y periodistas profesionales. En España, como en Estados Unidos, también se perseguía la foto, que no era la de la actriz, sino la de la diosa quebradiza, envuelta en ropa de camuflaje. Se sabe que la diva salió a pasear por la villa y uno se la imagina monumentalmente triste, viendo caer otro castillo, éste con mucho sol, en su libertad constantemente amenazada.