Decía Umbral que Julio Iglesias, su música, su meditada apostura, le recordaban a un café sentimental pasado irremediablemente por un calcetín de ejecutivo. Paseo por la zona comercial del Muelle Uno y siento lo mismo: esa mezcla de impersonalidad, de asfalto a la valenciana que siempre llega en la costa española cuando se tiene más dinero que ideas y se quiere hacer un chaflán para que coman los turistas. Me gusta escribir este tipo de frases inocentonas porque en la Málaga del progreso han acabado por adquirir un embozo y una gravedad sacrílega. Basta con que uno cumpla con su obligación ciudadana de ser falible y crítico para que enseguida se le eche encima el tuitero o el turiferario municipal de turno acusándole de lo que siempre se acusa cuando los pensamientos dejan de merecer tal condición y degeneran en pasión e identidad colectiva: que si es antipatriota, que si se deplora, que si se está en contra de la economía. En esta ciudad nos hemos venido tan arriba con la modernización que sólo falta agarrar del tacón al disidente y depositarlo en provincias limítrofes, como hacía Gil con las putas. No se admiten ambivalencias, no se admiten ironías. Puestos a gentrificar, que el buen rollo y la buena gente gentrifique hasta la palabra y el discurso.

Hace unas semanas el New York Times -algún día, ojalá me equivoque, aflorará la trama y la juntera- publicó su enésima apología de Málaga y de su transformación turística. Razones para el canto no faltan y son consabidas: la ciudad, en los últimas décadas, ha asumido una metamorfosis innegable, pasando de ser un estercolero rapiñado de chalés a tener un centro visualmente amable, con atracciones que en otro tiempo sólo se veían en las capitales o en los libros de Taschen. Se ha avanzado, claro, pero no sin perseverar en errores que son más antiguos que la idea del maná y que deberían llevar a recapacitar. O dicho de otro modo, a comportarse con sensatez en el estanque y mirarle el culo a Narciso, que es generalmente el punto de la anatomía social por la que caen los imperios y los guapos de nuevo cuño.

El peor riesgo que podría cometer Málaga, en este desenfrenado galope, es el de confundir la ambición con la megalomanía. No hay mejor terapia que vivir en el Centro durante una temporada para entender que la ciudad, como ya le ha ocurrido a ciertos barrios de Barcelona, pese a la enmienda de Colau, puede incurrir en aquello de vender su alma al diablo, de dejarse llevar por el dinero y el voto fácil, que casi siempre acude a lo vistoso, que son los cuartos y las chucherías. Está muy bien que venga Pollock, pero no que uno tenga que amarrarse los machos comarcales y explicarle una y otra vez a sus horrorizados amigos extranjeros que no hay proyecto para la monstruosidad de la grieta del río, que la gente vive en muchas zonas con un nivel de mierda y de solería descascarillada que cuesta ver en otro sitios, que se tolera el espanto de las casas hermandades, las aguas sucias, que no existe ni una puñetera biblioteca en condiciones para el verano, que el índice de lectura está bajo, que se hacen terrazones para bares con dinero público. En fin. Tantas y tantas cosas de tanta administración que no salen en el New York Times, pero cuya advertencia son la razón de ser en democracia, de puertas para adentro, del periodismo local, el debate responsable y del ejercicio real de la ciudadanía.