No eran los mismos árboles. Ni los de los parques de Nueva York ni los del Nassau de su infancia. El mar, aunque más en sintonía con sus recuerdos, parecía distinto, como entremetido en ropones de cama, usando el peine, para las olas, con seriedad y recato. Las puertas de la noche, siempre prometedoras, no daban a habitaciones llenas de humo en las que braceaba el sonido de los saxos; aun así era quizá lo único que le hacía sentir como en casa, padecer, agradecido, esa nota, ese quejido, ese cuenco derramado de vida que Lorca asociaba siempre a la música de los negros y de los gitanos. Nada más cercano, nada más hermosamente distante para Sidney Poitier que el tablao de Ana María, con todas sus leyendas, sus sombras, sus perfiles exagerados.

La aparición del actor en la famosa sala de Marbella, a finales de los sesenta, fue como el golpe final de efecto que completaba el encantamiento al que la estrella se había sometido con admirable relajación y buena gana: la inmersión en la cultura española, un proceso que arrancó con viajes alternos en 1968 y que, motivado por la curiosidad de Poitier, no se había dejado atrás ninguno de los tópicos con los que el Ministerio de Turismo tenía a bien engatusar a todo extranjero de renombre que viajara por España. Había estado en los toros, en Mallorca, en los sanfermines. A veces aguantando con interés y estoicismo un despliegue de barroquismos y disparates que ni siquiera valdría hoy como número de barraca, otras, como con el flamenco, probablemente emocionado.

Sidney Poitier había venido a Marbella porque la Costa del Sol estaba de moda. Y eso hacía que funcionara, en términos de magnetismo, con el mismo aplomo que el Big Ben para los ingleses o el Coliseo para los romanos. Bastaba con que un turista pusiera un pie en el país para que se le encendiera una colección de luces inevitables entre las que nunca faltaba la provincia de Málaga, que, por aquel entonces, no era sólo un lugar más o menos despejado para el baño, sino también una excepción política, un canto de sirena extrañamente encajado entre la sobriedad de la dictadura y la apertura obligada por las necesidades económicas.

A Sidney Poitier, ya en esos días, se le negaba, sin embargo, el anonimato. Si su objetivo era buscar el paraíso, el asunto se le alborotaba de antemano. Y no había marcha atrás. Ni siquiera en un país tan vocacionalmente huraño y aislado como España, donde el régimen imponía sus condiciones y sus puertas blindadas. El actor iba y venía sobrellevando con amabilidad la cruz de la fama: el hecho de saber que cada uno de sus pasos sería replicado por decenas de viandantes, todos ávidos por reconocer en él al actor que encarnaba a la estrella número uno de Hollywood. A diferencia de muchos nombres de la farándula, Sidney nunca ha sido ingenuo ni ha ejercido ese tipo de prepotencia que distingue de los otros al vanidoso y el triunfador que lo ha tenido siempre demasiado fácil; el actor lo pasó en su juventud lo suficientemente mal, estuvo tan desesperado, como para dejarse automáticamente de zarandajas y ver en el asedio de los admiradores una especie de penitencia simpática.

Ni en Málaga ni en ninguno otro de los puntos del país que visitó fue cazado nunca con una mirada adusta, con un gesto de reproche. Más bien parecía encantado, feliz con el tratamiento que le brindaba un público que difícilmente podía soñar antes con verle emerger de una plaza o de una calle. Sidney Poitier era ya en esos años el rey de la industria; había ganado un Oscar por Los lirios del valle. Y lo que es más importante, su ascensión, histórica, suponía la constatación de una denuncia y de un cambio social importante, acaso el de más peso en la evolución de los Estados Unidos durante el siglo XX: la visibilidad de la injusticia, la ruptura de una exclusión, la de la comunidad negra, que seguía estando vigente en todos los órdenes de la vida económica.

Si hay algo a lo que agradecer la llegada de Poitier a la costa es, sin duda, a la celebración del Festival de Cine de San Sebastián. El intérprete y director había sido invitado por el certamen para presentar Un hombre para Ivy, un proyecto en el que su implicación iba más allá de la actuación, extendiéndose desde la idea original al asentamiento de la trama. En la inauguración del festival había coincidido además con otro visitante ilustre de la Costa del Sol, el escritor Miguel Ángel Asturias. Todo un pasadizo de honores, besamanos y compromisos en el que a la provincia le correspondió la parte más apasionada, la del flamenco y el tablao de Ana María, que para Poitier no era, ni mucho menos, una novedad absoluta. La guitarra, el taconeo tenía su eco de otra velada, la que pasó en Nueva York, en la sede de la ONU, durante un recital privado destinado a reivindicar frente a la diplomacia la cultura y las raíces del pueblo gitano. Tradición y emoción en Marbella, de Harlem al Sacromonte, como el Lorca de Columbia de 1929.