Para una generación de españoles fue sinónimo de horas ociosas en pijama, de fines de semana en los que todo transcurría en gran parte frente a la televisión y las novelas de aventuras, sin más interrupción que alguien llamando al timbre amenazadoramente y con un balón y la odiosa penitencia de las comidas. Hércules, antes que binieto de Perseo, que remedo en bañador del guitarrista de Europe, era un tipo que para los españoles brincaba debajo de gitanas y cabezas de perdices disecadas y que apodaban el indestructible; un prototipo de esa poética del músculo que tan mal acabaría envejeciendo y que parecía el equivalente en blanco de un mundo en el que todo se entendía sin demasiadas luces y a hostia limpia, ya fuera con cabezas nucleares o desde el ring de California, con Hulk Hogan convulsionando dentro de la camiseta. En la tele, mientras el país entero digería lo de Coby y lo de Curro y el final de la guerra fría, Kevin Sorbo y Hércules sacaban sus arco de flechas por el monte y era tan difícil imaginarles en un estanco, con ropa de civil, como calzarle un look teresiano a la cantante Sabrina, la de la teta súbita y maravillosa, la de la teta de máxima audiencia, la de la teta única.

Kevin Sorbo, el actor, entonces no estaba disponible. California quedaba muy lejos, casi tanto como ese tiempo mítico, replicado en la ficción con mucho bosque, con el que los guionistas liquidaban perezosamente los escenarios pseudohistóricos en los que no había grandes construcciones ni motivos estéticos reconocibles. Con los años todo eso iría desapareciendo, fundiéndose en una pasta amorfa que haría que muchos, de haberse dado el caso, apenas nos hubiéramos quedado mirando al actor con una sombra más bien indiferente de intriga, como cuando después de tantos años se encuentra casualmente a un desconocido por la calle al que no se reconoce del todo y que en realidad nunca fue nuestro amigo. Sin embargo, no conviene subestimar a la nostalgia. Y menos con una serie, la de Hércules, que se mantuvo en antena, y con gran éxito, en muchos países. Hasta el punto de lograr que casi veinte años más tarde sus incondicionales fueran capaces de tomar un avión y venir a Estepona a ver al artista, peregrinando entusiastamente por el alambre de la memoria, como si más que de un actor se tratara de la virgen de Lourdes.

A los que no somos aficionados al endiosamiento, nos habría gustado que la patrulla de admiradores, algunos llegados de sitios tan remotos como Rusia, se hubieran tropezado con un artista en decadencia, calvo y gordo como una nutria, incapaz de pronunciar una palabra sin la lanzadera ritual de la carraspera y del vodka. Por fortuna para los aficionados y para Sorbo, no había mucho donde fabular; el actor, aunque siempre condicionado por la fama de Hércules, seguía sin esconderse. E, incluso, había alimentado su popularidad con la partipación en series también de culto como Andrómeda o The O.C. Éxitos, todos ellos, incontestables, pero sin eco suficiente como para suplantar a Hércules, el personaje al que todos buscaban en Estepona y que, en su día, casi le cuesta la vida. Sobre todo, cuando tuvo compatibilizar el rodaje con la lucha secreta y detrás de las bambalinas contra la enfermedad. Un atolladero vital del que salió airoso y a lo Michael J.Fox, con fe en los dioses y en la bondad del destino.

En Estepona, por ejemplo, no le fue nada mal. A la propuesta de homenaje que en 2011 le brindó el Festival de Cine Fantástico, el artista respondió añadiendo un circuito paralelo: una convención exclusiva para que sus admiradores europeos pudieran conocerle, eso sí, con un trazado a lo estadounidense, pagando por su atención en diversos formatos. Aunque buena parte de lo recaudado fue para su ONG, Hércules sacó la caja registradora y puso precio al manoseo y al intercambio de anécdotas. Por 10 euros se permitía la foto, por 20 el autógrafo y a partir de 80 se optaba a participar con él en una cena exclusiva en el hotel Fuerte. Fueron decenas de personas las que pujaron por verle. La mayoría muchas de las jóvenes, hoy ya no tanto, que en su infancia veían en Hércules a ese tipo de mocetón, en general un poco rancio, del que todavía sigue viviendo buena parte del negocio nupcial y de Hollywood, el tipo duro y noble, el que salva a la dama y se la lleva en el pegaso o en la Harley. Aquí, en la Costa del Sol, Sorbo estuvo más austero, aunque no por ello menos amable: charló de Los Ángeles, de la serie, y, sobre todo, del pasado. Tenía, en cualquier caso, razones para sonreír. Y no sólo por la cuota de peaje. El certamen, y por extensión la provincia, le habían entregado el Unicornio de Honor, el mismo premio recibido por leyendas como Christopher Lee. Como contrapartida, además, le había endosado al certamen la película What if, un bodrio insalubre financiado por grupos cristianos. En el club Doña Julia, en Casares, se le vio también jugando al golf. Siempre sonriente. El descanso del mito transformado en estrella del pop. La nostalgia y sus presupuestos.

Fama y dificultades

Aunque el éxito y el estrellato le vino de la mano de Hércules, Kevin Sorbo ha participado en numerosas series. Al papel en Andrómeda se añaden participaciones en espacios de culto como Cheers. Durante su etapa de protagonista de la serie que le encumbró, el actor, nacido en 1958, padeció una violenta enfermedad que casi le deja prematuramente incapacitado. Después del bache, se convirtió en uno de los famosos más entregados al respaldo de producciones cristianas.