Leía hace unos días que el aeropuerto de Málaga había vuelto a reventar su propio techo. Agosto era de nuevo una fecha histórica y rozaba sus dos millones de pasajeros, una cifra respetable que instituciones y autoridades intentan engrosar cada año para demostrar que en la Costa del Sol hay lugar para todos.

El aeropuerto es un lugar idóneo para inventar historias. Miles de personas van de un lado a otro. Solo hay que sentarse y dejarse llevar por el vaivén de los que recogen maletas, caminan deprisa hacia la puerta de embarque o abrazan a los suyos para imaginar qué se esconde detrás de estas acciones tan cotidianas en un aeropuerto.

Es curioso pero la playa no incita a ese pensamiento. La estampa de orillas abarrotadas en las que no se atina a ver apenas hueco libre no invita a disfrutar del momento. A pesar de ser un espacio en el que convergen cientos de personas llegadas de cualquier lado, el romanticismo que evoca crear una vida que por casualidad se ha cruzado en nuestro camino queda aparcado para otra ocasión. Será la falta de aire cosmopolita, el calor que nos aplatana y nos vuelve más irascibles, la invasión del espacio vital o una mezcla de todo, pero a pocos les gusta la idea de dar rienda suelta a la imaginación en La Malagueta o Los Alamos. Y mira si da para ello. La familia que monta el tinglado desde bien temprano y trae alimentos para abastecer a todos los presentes, la pareja con 40 veranos a sus espaldas juntos que disfruta de su propia compañía sin mediar palabra o los primeros baños salados de ese niño que aún no sabe que estar cerca del mar es un privilegio, son algunos de los personajes que uno se cruza año tras años a orillas del Alborán. Ninguno falla. A veces vienen envueltos con piel rojiza y aspecto poco saludable. Otras no hace falta ni levantar la mirada, solo con escuchar la efusividad con la que hablan, por decirlo de alguna manera, se puede adivinar que su residencia no está más allá de dos horas en coche.

Allí donde hay arena, aunque tiña de marrón al Mediterráneo, es un buen lugar en el que plantar la toalla pero pocos se dejan seducir por aquellas playas en las que las piedras son las protagonistas. Es la niña poco agraciada del baile y yo, en cambio, no dejo de enamorarme de ella. Agua cristalina, mayor tranquilidad y algo de juego para disfrutar bajo agua. Son pocas y están escondidas pero para mi son el auténtico paraíso de la Costa del Sol. No hay espetos, ni hamacas. Apenas cuentan con buenos accesos y sus infraestructuras son nulas.

En esta época del año es el momento culmen de los locales. Aún es tiempo de descanso y lectura entre arena y sal. Las playas más concurridas se prestan incluso a ser un buen lugar en el que dedicarse a la vida contemplativa. La normalidad vuelve a su curso y aquí se quedan los de siempre, los que conocen a ciencia cierta que quizá en la Costa del Sol no entren todos pero sí invita a estar cada día del año.