Era mucho más que un torbellino. Una marca anfibia, con pasos crujientes en los dos mundos, un espléndido cañaveral, hecho de luz y de antenas porosas, que comunicaba los días de Hollywood de la Costa del Sol con esos otros entonces apenas perceptibles que acabarían por envolverlo todo en una telaraña de oro, en un tiempo congelado, con las Gunnilas y los descendientes de la primera generación rodeados de arribistas, de la gente del cemento, de los Gil y la farándula. Con Linda Christian las noches de Marbella empezaron a perder pie, o más bien pedestal, empeñadas poco a poco en dejar atrás la utopía de la reserva de estrellas para abrazarse a la brújula desaliñada de los ochenta, esa época loca donde las cosas empezaron a volverse cínicas y con laca, lo cual también es sinónimo de hortera. Y más en la aristocracia del turismo, donde siempre se ha dado una frontera muy endeble entre dos universos irreconciliables y a la vez extrañamente próximos: el de las gradientes operadas de Yola Berrocal y las fiestas de Truman Capote, el pachangueo y la ópera, los Vargas y los Preysler.

A Linda Christian todo este lenguaje terroso de entre mundos la hacía parecer todavía más exultante; su sola presencia daba consistencia al mito, además de recorrer de un plumazo la distancia que separaba la mano de Jaime de Mora y Aragón de la de James Mason. Fue la actriz para Marbella una especie de canto de cisne, una emperatriz de un limbo colorido, casi pintado con tanta iluminación y orquídeas como el retrato que le hizo Diego Rivera, probablemente sin sospechar que, en sus estancias por la costa, la mujer a la que adoraba acabaría formando también parte del mural del cotilleo de sobremesa. Sobre todo, por aquel expediente chismoso que todo hombre de mundo tendría que tener a bien no haberse enterado, lo de la hija de su primogénita, Romina, y Al Bano.

A Linda la fama le estalló mucho antes que las portadas, que se le vinieron encima a partir de su matrimonio con Tyrone Power, otro conocido de los veranos de Málaga. Hija de un ingeniero holandés metido en los asuntos del petróleo, con infancia casi nómada, la actriz se había adentrado en Hollywood con Errol Flynn, que la descubrió durante un desfile de moda. La diva sobrecogía. Y eso era también incuestionable bajo los focos, que la descubrieron como primera chica Bond en Casino Royale y en los brazos de Johnny Weissmuller, tarzán enamorado. A Tyrone lo conoció con su carrera ya iniciada, cuando coincidieron en Roma. Linda golpeó la puerta de su habitación para pedirle un autógrafo. Y casi inmediatamente después, quién puede culpar al actor, se casaron.

No se sabe si la luna miel, aquel viaje en coche por España, logró arrancar alguna reminiscencia en la artista de la época de su infancia en la que estuvo en España. Tampoco si en ambos viajes se recrearon demasiado en la provincia, pero sí que tuvo que darse a la fuerza un tipo de combustión feliz; la misma que le hizo aceptar sin pensárselo la oferta de su amigo Hohenlohe para veranear, ya separada, en la Costa del Sol y decidir nada más pisar tierra convertirse en una vecina de la Costa del Sol. En Marbella, al abrigo de las fiestas y de los campos de golf, vivió siete años, muchas veces disfrutando de los saraos y de la lujosa despreocupación del ambiente nocturno de la costa, otras, más taciturna, pintando en la calma soleada de su habitación o charlando con su madre.

En la provincia no tardaría en convertirse en una atracción. La mujer, por su belleza y su vida profesional, que recordaba a otra época, esa primavera ingenua del turismo, de la propia Costa del Sol, tapiada como una ínsula prohibida a todo el que no fuera trabajador, funcionario, buscavidas o artista. A Linda Christian se le pegaban como escuderos con fulares todas las referencias femeninas del famoseo cutre; las nobles venidas a menos y su colección de naderías, las aprendices de cantante, los cazadores de dotes, casi siempre con pinta de cantantes melódicos o de árbitros de fútbol. En siete años a la diva le dio tiempo a hacer de todo: incluso, accedió a romances con glorias comarcales, del torero Dominguín a Alfonso de Potargo, que era piloto de Fórmula 1.

Linda no se ocultaba, vivía. Y la memoria de todos esos años es un catálogo profesional casi infinito de fotografías. La diva sentada en el suelo, al borde del arranque flamenco, paseando con ropa de verano, siempre sonriente. Una felicidad madura que fue, en cierto modo, la misma que la del propio destino turístico. «La bomba anatómica», como la bautizó la revista Life, dejando por el Marbella Club muestras de su español racheado y con acento de México, trayendo hasta la costa aires de muchos mundos. Luego llegaría el fondeadero definitivo de la cultura del pelotazo, los moscardones de la prensa, la carcunda trasnochada de los grandes linajes. Nada, salvo excepciones milagrosas, digno de ser pintado por Rivera. El principio de la decadencia de la que ahora, aunque con discreción, se sale.