La imaginación popular, con toda su herencia carnavalesca, no tardaría en endiñarles bombines y picos de pájaros. Unos tirantes a lo Dickens. Unas gafas negras. Acaso un reguero de números y pólizas borboteando junto al precipicio del bolsillo superior del traje. Estepona, sin duda, no era Davos. Ni los años setenta los tiempos del final de los tiempos en el que los financieros tenían peor prensa, aunque mucho mejor pulso, que los dictadores. Un banquero equivalía a un pez gordo. Y un estadista a un señor muy serio, probablemente del Opus. Nada de lo que asustarse. Salvo la concentración, que todavía, muerto el perro, resultaba sospechosa. Y más cuando se trataba de hablar de inflación, de convergencia con Europa, unos conceptos que para buena parte de la Costa del Sol sonaban a materia borrosa y vagamente erótica, a una cosa, en el mejor de los casos, de suecas, sin relación alguna con los goles de Luis Aragonés y la paga del fin de semana.

La culpa de todo la tenía el Banesto, que en esa época, era lo siguiente en la lista, siempre que fallara Yoko Ono. Y más concretamente su dirección, que quiso montarse en Estepona, en la residencia de San Jaime, una especie de cumbre informal de las finanzas, con presencia comprometida de los responsables internacionales del sector de la banca. Ministros de economía, directores del Deustche Bank, del Chase Manhattan Bank, venían una vez año a la Costa del Sol para airear sus asuntos, que, en aquellos años, eran muchos y complejos, con la crisis del petróleo y la integración europea paseando a diario por el azogue deformante de los periódicos. Las razones de las elección de Estepona habría que preguntárselas a los amigos de Mario Conde, aunque no es difícil deducirlas de la fama de la provincia y el comportamiento de los participantes; en Málaga, sus señorías, al margen de discutir sobre la política monetaria, tenían la oportunidad de comer pescaíto frito, darse una vuelta por los pueblos blancos y tomar baños de sol. Y todo eso, además, con la seguridad de no ser sorprendidos por lectores pelmazos del Financial Times ni por alguno de esos voluntariosos aprendices que se acuestan todos los días dándole vueltas al engranaje del sueño americano.

A uno de los asistentes, Raymond Barre, el estilo de la cumbre y, sobre todo, de la Costa del Sol, debió de parecerle algo más que un buen cóctel, que una idea resultona. El francés se comprometió a venir casi todos los años, incluso en la época en la que ejercía de primer ministro, cuando lo de Giscard d´Estaing, que le consideraba el mejor economista de Francia y que le encomendó la tarea imponente de ponerle pegamento a Europa. Barre acudió a la Reunión Bancaria de Estepona en todas sus variantes, siendo un catedrático desconocido y también el rostro que aparecía todos los días en los telediarios españoles. Y muy especialmente, a partir de que le endosaran un asunto que tenía desvelado al Gobierno de Suárez: la posibilidad de la integración monetaria y la adhesión de España al entonces embrionario proyecto común europeo.

Tantos y tan apurados expedientes nacionales pasaban en aquel momento por las manos de Raymond Barre que Calvo Sotelo bien podría haberle mandado un grupo de chambelanes a Estepona por si le daba por los antojos. Sin embargo, el francés, para estas cosas, era inconmovible; no es que tuviera el corazón lleno de grillos, pero su cabeza era un algoritmo y si las cuentas no encajaban no había nadie que pudiera convencerle de lo contrario. Barre fue un político tan eficaz, como serio y patológicamente poco dado a las emociones, de los que cierran el grifo y no giran la llave ni por una cuenta en Suiza ni por diez millones de votos. «Soy un extraterrestre en esto de la política», decía. Y la prueba está en su lucha por la presidencia con Chirac, que no podía ni acercársele intelectualmente, pero al que le daban un micro y se merendaba a su oponente, tirando de promesa y demagogia, justo lo que Barre, con su alma de contable, más abiertamente detestaba.

En Estepona se le escuchó hablar sin cortapisas de todas las inquietudes que atribulaban a Europa. Aunque sin fanatismos, reservándose algunas horas del día para pasear por el casco antiguo de Marbella o conocer Mijas y el extraño ingenio de los burro-taxi. Si algún joven economista, de los que estudiaban en Madrid, hubiera tenido la oportunidad de escuchar su nombre la cara de asombro habría llegado hasta Marte. Conocer a Raymond Barre en esos días era en su ámbito especializado lo mismo que presentarle a un niño al señor Alpino o a Míster Rotri. Ponerle rostro, en suma, a un instrumento de trabajo, en este caso el manual de economía escrito por el francés mucho antes de darse a la política, que era de los más utilizados en las universidades. La austeridad, bien entendida, empieza por un garbeo por la Costa del Sol de finales de los setenta. Qué tipo de interés, qué tanto por ciento elevado. Apreciar y depreciar. La misma cuadrilla, pero al revés, del novio con peluca y la desportillada fauna de los Erasmus.