­El rector vuelve a la carga. Diez meses después de su elección, y con motivo de la bienvenida al nuevo año académico, José Ángel Narváez abandona la glorificación del birrete para meterse en la trinchera, siempre poco deseable, de la negociación con las administraciones públicas. El primer frente, acaso el más espinoso, la falta de financiación y los frecuentes impagos. Una crítica en la que no indulta a la Junta. Y de la que espera salir victorioso para obtener, si no la solución, sí al menos más de lo que considera como sinónimo de combustible. Está convencido de que la mejora de la institución es una misión a largo plazo, pero de pasos estables y en firme.

En su discurso de apertura de curso, el primero que pronuncia como rector electo, alertó de la necesidad de promover cambios en la UMA. ¿La Universidad también precisa cirugía y regeneración?

La Universidad es la institución más clara y democrática que existe. Siempre se puede mejorar en transparencia, fomentar más participación de los alumnos, pero cuando hablaba de cambios me refería, sobre todo, a la estructura y a la organización, al modelo de funcionamiento que queremos, que tiene que ser indudablemente plástico, con capacidad de adaptarse a los retos del futuro, a una sociedad que no sabemos cómo será y que nos exige consenso y elasticidad, capacidad de respuesta, de resolución.

¿Y hacia qué dirección se van a orientar esas reformas? ¿Cuál será el camino?

Lo primero es definir el modelo e insistir en tres elementos fundamentales, que son los que voy a proponer como plan y principal línea estratégica al claustro: apostar por una mayor internacionalización, más capacidad de creación de empresas y economía y una apertura mucho más real y activa hacia la sociedad. Sobre esos puntos debemos trabajar, pero la intención es elaborar un plan participativo y sencillo, que nos permita hacer un seguimiento continuo, de manera que podamos medir el avance y saber dónde estamos en todo momento.

La Junta sigue sin cumplir con sus compromisos de financiación. ¿Confía en que salde la deuda con la UMA?

La esperanza es lo último que se pierde. La Junta, con independencia de sus problemas de liquidez, tendrá que plantearse en algún momento su obligación y resolver la incertidumbre que pesa sobre las universidades. Madrid ya lo ha hecho y la Junta, estamos convencidos, también lo hará. Lo de la reivindicación de la deuda se parece cada vez más al día de la marmota y a veces da una impresión equivocada: nosotros no reclamamos el dinero que se nos debe por un capricho o por una simple cuestión presupuestaria, sino porque se trata de partidas dirigidas a proyectos que queríamos impulsar y que no se han podido llevar a cabo por culpa de la falta de fondos.

¿Qué es lo que se ha dejado de hacer? ¿En qué medida ha afectado a la investigación y al prestigio de Málaga?

El prestigio, la evaluación, los famosos ranking, se centran en los resultados de investigación. Y, en ese sentido, la afección es directa, porque hablamos de inversiones que, en su mayoría, estaban concebidas con esa finalidad. Recientemente hemos hecho un esfuerzo para invertir la tendencia con el plan propio de transferencia, pero hay una realidad innegable: la aportación autonómica no llega y los fondos estatales se han reducido un 60 por ciento, lo que ha hecho que muchos jóvenes emigren y que nuestros investigadores no puedan rendir como saben y pueden hacerlo. Todo esto no cambia en un año, pero es algo a lo que se debe hacer frente y con urgencia. Y no por estar en los ranking, sino por la calidad de la Universidad.

Sus críticas a la administración autonómica también incluyen el modelo de financiación. ¿Cuál sería el mecanismo de reparto más justo y eficaz?

Cambiar el modelo no es tan sencillo como elevar la inversión y preocuparse de que el dinero llegue. Hablamos de un discurso más profundo, de una reflexión sobre el tipo de Universidad que queremos, su grado de productividad y de especialización. El dinero es la gasolina, pero tiene que ir ligado a los resultados, a la estrategia. Lo que no podemos es seguir como hasta ahora, sin estabilidad y sin saber, cuando llega el final del año, si vamos a contar con presupuesto o no. La excelencia, en cualquier caso, cuesta dinero. Ése es mi corolario.

El personal interino y los profesores asociados denuncian la precariedad de su situación. De hecho, amenazan con movilizarse y volver hacer ruido.

Lo que ha ocurrido es que durante tantos años, y por la imposibilidad de contratar a nuevos profesores, nos hemos visto obligado a recurrir a estas figuras, que a mí no me gustan nada; precisamente por las malas condiciones y la inestabilidad. Los profesores asociados y los sustitutos interinos son buenos profesionales y han sido muy útiles para solventar las deficiencias que hemos ido padeciendo, pero la tendencia, y por eso estamos peleando, debería ser minimizar al máximo su contratación. Y con eso no quiero decir cerrarles las puertas, sino todo lo contrario: lograr que puedan acceder a categorías más estables. Espero que así sea, y que los recortes se centren en áreas más prescindibles y no toquen otra vez a las universidades públicas. Recortar en la capacidad de contratar a personal estable es recortar en calidad.

¿Qué ocurrirá finalmente con la aplicación de la LOMCE? ¿El Gobierno dará marcha atrás con la normativa?

El panorama, a nivel político, está repleto de interrogantes. Nadie sabe lo que va a pasar. Nos enfrentamos a un tipo de incertidumbre sin precedentes en la historia de nuestra enseñanza. La LOMCE, en cualquier caso, es competencia de la educación media; a nosotros, lo que nos afecta, es el sistema de acceso de los alumnos a las universidades. En Andalucía se ha logrado que la prueba sea similar a la del año pasado. Y ya hemos hecho las gestiones para que la consejería mueva hilos en otras comunidades y se garantice que los alumnos que quieran estudiar en universidades no andaluzas puedan hacerlo en las mismas circunstancias que si eligieran Andalucía. La ventaja, insisto, es que este año la reválida no va a ser necesaria para conseguir el título de Bachillerato. Más allá de eso, todo son dudas. Y nos inquieta.

Otro motivo de controversia es el interés de la administración por reformular los grados e implantar el famoso 3+2, con 3 años consagrados a la antigua licenciatura y 2 obligatorios de máster.

Es una apuesta que no me gusta nada. En primer lugar, porque prioriza el criterio mercantilista, con consecuencias que no son difíciles de aventurar: si se reduce la duración del grado es más que probable que merme también el presupuesto para contratar profesores, con el agravante que en la Universidad, al contrario que en otros estadios de la enseñanza, un especialista no puede ser sustituido por otro de un área distinta. Me da la sensación, además, de que en todo esto hay cierto nivel de fraude conceptual. No es posible que para formar a un profesional antes se requirieran 5 años y ahora baste con 3; o se está engañando a alguien o se va camino de una asimetría peligrosa, de una ruptura de la igualdad. Los rectores, a través de la CRUE, estamos dialogando con el ministerio, que está dispuesto a negociar, pese a la presión de las universidades privadas, que son las primeras interesadas en que los cambios salgan adelante. Desde luego, sería un duro golpe al modelo público de enseñanza; restaría credibilidad al sistema.

Meses después, y con decenas de tormentas políticas en medio, quizá haya llegado el momento de hacer una lectura más reposada y, sobre todo, menos condicionada, del expediente Errejón. ¿Fue una exageración de la prensa? ¿Habría que modificar los procedimientos de contratación para evitar este tipo de cuestionamientos?

En el caso Errejón hubo, ciertamente, excesiva fuerza mediática. Es cierto que después de que se conociera hicimos una encuesta en la UMA y no existía ningún otro investigador que estuviera en esa situación. El sistema de selección de los investigadores es público y de garantías, lo que ocurre que, por su naturaleza, a veces incorpora un matiz: por el grado de especialización y los plazos con los que se trabaja la convocatoria restringe mucho el perfil. Y es lo normal, porque cuando un investigador principal tiene que presentar resultados no se puede permitir el lujo de invertir parte de su tiempo en formar a ningún ayudante; precisa de un especialista. Respecto a lo de Errejón, habría que destacar un aspecto que casi nunca se menciona, que es el hecho de que esos procesos de investigación fueran encargados por la Consejería de Fomento, algo que generalmente a las universidades nos produce mucha incomodidad, por la intervención y la injerencia.

En España, en los tiempos de la abundancia, prácticamente todas las ciudades empezaron a mandar a sus políticos a Madrid para que les trajeran de vuelta una universidad y un aeropuerto. ¿Se han hecho demasiado centros?

No, en absoluto. España no está proporcionalmente, ni de lejos, entre los países que cuentan con mayor número de universidades públicas. No creo que ese sea el problema, las universidades son instrumentos de transformación y su proliferación es sinónimo, en este sentido, de mayor capacidad de desarrollo. Lo que se debe procurar es que el mercado laboral esté a la altura. Pero, insisto, la cifra no es excesiva. Y la prueba está en que los últimos años, apenas se ha movido ficha en este asunto. Es más, las que han crecido exponencialmente son las privadas, que han surgido porque se han dado cuenta de que hay negocio, de que no sobran universidades.

El mercado laboral se muestra especialmente hostil con las Humanidades y sus titulados, que apenas encuentran oportunidades fuera de la docencia. ¿Seguirán perdiendo peso académico?

Las universidades públicas jamás deberíamos renunciar a las Humanidades. Es más, ahí queda mucho trabajo por hacer, porque no son muchas las empresas que confían en algo de lo que no me queda ninguna duda: la capacidad de los titulados en estas carreras para producir y transformar la sociedad, que, para mí, es tan intensa como la de los ingenieros. Es necesario, por su manera de pensar y de abordar los problemas, que se les de más oportunidades. Y algunas multinacionales ya lo están haciendo.

Una pregunta de las que apenas duelen. ¿Qué diablos pasa en España para que cada cuatro años pongan del revés todas las leyes educativas?

Si tuviera la receta, y, además, siendo médico, la aplicaría tajantemente. Es una locura, porque además no se trata de modificaciones, sino de leyes orgánicas, de toda la estructura. A veces lo que ves es un trasfondo político en el que lo único que prevalece es el valor partidista. Los grandes países y sistemas universitarios son los que hacen justamente lo contrario, los que apuestan por normas, flexibles, sí, pero no obstante, estables y duraderas. La educación es un proyecto a largo plazo. Y para avanzar necesita un marco claro y resistente.