En aquellos años lejanos gustaban los rodeos lingüísticos tanto o más que ahora, así que los pediatras hablaban de «arrebatos de calor hacia la cabeza» en lugar de decir que el niño tenía fiebre y si la enfermedad empeoraba, preferían la frase «se llega a un alto grado de aniquilamiento». Por la misma regla, los vómitos eran «vomituraciones» y el hígado, de forma casi poética, «el gran alambique del cuerpo».

El pediatra Gabriel Prados (Málaga, 1948) se ha sumergido con pasión en la Pediatría de la Málaga del XIX y el resultado es el libro La Pediatría que yo no conocí. Los niños de Málaga en el Siglo XIX, un retrato de los colegas de ese tiempo, su forma de trabajar pero también el de las duras condiciones de los niños de entonces, que si esquivaban la altísima mortalidad infantil, luego tenían por delante «una esperanza de vida de entre 35 y 40 años».

Jubilado en 2000 por enfermedad, tras una última etapa de 15 años en el centro de salud de La Palmilla, Gabriel recogió el reto del presidente del Colegio de Médicos de entonces, Enrique López Peña, de escribir una historia de la institución, que de momento ha dado lugar a cuatro volúmenes con el título común de Málaga y sus médicos. Pero antes, concluyó el libro sobre su especialidad en el XIX, aunque haya sido el último en salir a la luz: «En la biblioteca del colegio encontré una serie de libros antiguos de Pediatría y ese regusto que yo tengo por la Historia se juntó y me puse a leerlos y a releerlos. De ahí salió la idea de hacer algo sobre la Pediatría que yo no conocí», cuenta.

Los primeros especialistas de Málaga, señala Gabriel Prados, compaginaban el estudio de las enfermedades de los niños con otras especialidades, como el cirujano Antonio Caracena, instalado en el Pasillo de Santa Isabel en 1881, también especialista en partos o Pedro Trilla y Alcover, que puso consulta en Málaga en la calle Dos Aceras en 1890 y también era especialista en partos y enfermedades de la mujer.

Por esa época, cuenta el pediatra malagueño, el niño deja de ser considerado «un adulto en pequeño» y pasa a verse como «un ser en evolución», por lo que su manera de enfermar y su tratamiento «también tenían que ser diferentes».

El libro, que tiene detrás muchos meses de trabajo, dedica un apartado a la situación de los niños de la época y uno más amplio a las enfermedades infantiles y la explicación de entonces. Un apartado muy llamativo es el de los tratamientos exóticos, faltos de rigor científico a la luz actual. Entre ellos, el aplicar a niños de un año con diarrea un gramo o dos de aguardiente en leche fría. A este respecto, el tratadista señala que si está bien diluido, «los niños lo toman de buen grado».

También se aplicaba alcohol para tratar el tifus: los médicos decimonónicos podían llegar a recomendar grandes cantidades de vino y aguardiente al día «a niños que no tenían más de diez años».

En todo caso eran unos tiempos que Gabriel Prados pone en contexto: «Algunos tratamientos se consideran una barbaridad pero la mayoría eran experimentos que se hacían, porque entonces no había antibióticos, la vacuna es de 1800 y pico y los rayos X no existieron hasta finales de siglo. Los pediatras se encontraban con una cantidad de problemas enorme y muchos niños salieron adelante».

La obra también tiene un apartado muy atractivo con la explicación de casos clínicos de diferentes tratados. Por todo ello, el autor piensa que puede interesar tanto al médico como al profano. Era los tiempos heroicos de la profesión.